29.11.06

De exilios

"Exiliarse no es desaparecer sino empequeñecerse, ir reduciéndose lentamente o de manera vertiginosa hasta alcanzar la altura verdadera, la altura real del ser..."
Roberto Bolaños. (Entre paréntesis : ensayos, artículos y discursos (1998-2003))


Montse no es una chica cualquiera. Es una de las más bonitas del mega-gimnasio de la zona norte. La que todos reconocen con la sola mención de su acento castizo y sus nalgas redondeadas. “Esa chica española que tiene un cuerpito tan…” “Basta, no me digas más. Ya sé de quién hablas", dicen los hombres, disimulando mal la baba en las comisuras. “Sí, claro que la he visto —dicen las mujeres, sin la baba pero con los colmillos de envidia—. El novio también es español y creo que está aquí por trabajo.”

Montse es una chica muy simpática. De hecho, no tardó en entablar conversación conmigo cuando, en un inconfesado deseo de escuchar loas a la Argentina, le pregunté cómo la trataba mi país.

—La verdad es que la he pasado bastante mal; me he sentido muy sola, vamos. Es que los argentinos no se dan mucho. En realidad, en el año y medio que llevo aquí, no he hecho amigos argentinos, excepto la recepcionista del gimnasio. Y ahora tú, claro.

¿Amiga? Yo no soy su amiga. Los 20 minutos que le he dedicado desde el traqueteo de la cinta y el aburrimiento de mi rutina aeróbica no justifican un título tan sublime. Los amigos son otra cosa: los de siempre, los de toda la vida. Y la verdad es que yo no necesito ser su amiga porque HOY estoy en mi país y tengo el cartón socio-amical completo. Distinto era en Boston, cuando secretamente anhelaba que mi vecina Sammy traspasara la frontera de su vereda para convidarme a un cafecito con tertulia. O que la madre de Johnny nos invitara al asado organizado para la familia después del cumpleaños infantil al que asistían los compañeritos de escuela.

Ahí era distinto, porque la soledad me pesaba, porque no había charlas de corazón ni voces amigas a quien llamar llorando cuando me embestía la angustia de vivir en tierra extranjera. Allí era distinto porque, como siempre se me oía decir, ellos eran gringos y “los gringos son fríos, los gringos ponen barreras, los gringos son egoístas y la xenofobia mata y el materialismo aniquila y este país de soberbios... y ¡nada como los argentinos para cobijar extranjeros!”

Pero no. Según Montse, tampoco los argentinos ayudamos a mitigar el dolor del exilio.

Exiliarse empequeñece, como bien dice Bolaños. El lugar que uno creía tener en la sociedad se extingue mágicamente entre los vapores de la aduana. Nos arrancan de la maceta familiar para transplantarnos a otra cuyas nutrientes son casi irreconocibles. Nuestros frutos pierden color, nuestras ramas vigor, y hasta las propias raíces molestan porque desarmonizan con el resto. El lamento de extranjero aburre: “¿Qué otras nutrientes buscas? Esto es lo que hay y ya es hora que te acostumbres”. De nada vale tu apellido, ni el título que obtuviste en aquella institución tan prestigiosa, ni la alegada popularidad que gozabas entre tu vasto círculo de amigos del secundario y la facultad.

Hay que empezar de nuevo -“reducirse lentamente o de manera vertiginosa hasta alcanzar la altura real del ser”. Ser sin aditivos, ser sin ornamentos, ser de pura esencia presente.

Y eso cuesta, cuesta sangre. Sobre todo si el transplante no fue un sueño propio. Porque quien sueña con otra tierra, ya tiene parte del camino recorrido. Ha leído, ha escuchado, ha preparado sus raíces para el transplante y se dispone a pagar el precio, ya sea porque le interesa la cultura foránea o porque pretende acabar con el hambre físico o moral que sufre en su terruño.

Exiliarse es empequeñecerse, perder temporalmente la identidad, pasar el ridículo, pedir disculpas, quedar afuera y desgañitarse por volver a erguirse con nutrientes prestadas.

Exiliarse es difícil, sea donde sea.

¡Perdónanos, Montse! Además de argentinos, somos humanos y sufrimos la horrible limitación de no comprender lo que no hemos padecido.

22.11.06

Excesos Fin de Año Locuras Todo y Nada


—¿Por dónde andas?

—Yo qué sé… Me pierdo de vez en cuando entre los vericuetos de la realidad. Estoy cansada.

—Pero no nos dejes.

—Jamás lo haría. Sin ustedes, me ahogo en mis huracanes internos. Ustedes son la corriente que transporta mis vientos hacia la vida.

—Che, qué feo suena eso de vientos internos después de tu post sobre la clase de Pilates.

—Es cierto. Perdonen. No quería ofenderlas, queridas letras. La metáfora del viento estuvo de más. Me rectifico, me rectifico. A ver: ustedes son los ríos que llevan las aguas de mi laguna hacia el océano universal. ¿Qué tal eso?

—Mejor. Pero ¿por qué no nos has dejado entrar últimamente?

—Entren, si quieren. A riesgo propio de perderse entre preparativos, despedidas de fin de año y banalidades sin demasiada materia.

—¿Es eso lo que hoy monopoliza tu alma?

—Es lo que me distrae y no me permite la paz que necesito para encontrarme con ustedes.

—¿Y si habláramos precisamente de esa vorágine que te atrapa? Un post sobre la locura de fin de año. ¿Te gusta?

—Quizás. Después de todo, el tema es bastante universal. ¿Quién no se identifica con la locura? ¿Quién no termina destrozado después de las fiestas?

—¿Con resaca?

—Sí, con tremenda resaca. La resaca que sigue al exceso. Exceso de compras, de deseos, de familia, de encuentros, de peleas, de frustraciones, de sueños, de lágrimas, de irresponsabilidad. Excesos permitidos por el calendario.

—Hay quienes detestan las fiestas. ¿Será que odian los excesos?

No estoy tan segura. Posiblemente, lo que odien es verse forzados a un exceso planificado. A poner linda cara y tirar cohetes y cantar villancicos y comprar y reunirse y demostrar lo que no sienten.

—¿Si uno es feliz ama las fiestas?

—Si uno es feliz ama cualquier ocasión de celebrar la vida. No necesariamente las fiestas.

—¿Y por qué estás tan cansada, ahora que te has liberado de la voracidad navideña de su majestad el metálico País del Norte, y has dejado de soportar machacones villancicos que, desde el mismísimo mes de septiembre, te alertaban de la obligación de abrir la billetera? ¿Te acordás lo mal que la pasabas?

—Sí, me acuerdo. Lo que ocurre, queridas letras, es que en el Hemisferio Sur, las fiestas se juntan con el fin del año lectivo y las vacaciones de verano. Los niños se despiden de sus compañeros con una decena de “últimos encuentros del año”, lloriquean por maestras que ya son casi un recuerdo fotográfico, escriben cartitas a Papá Noel y sueñan con palas y baldes que le sacan punta al mar. Las fiestas no son un simple alto invernal como en el Norte. Aquí se entrega diploma de honor o deshonor mientras se busca casa dueño alquila vista al mar y se brinda con el jefe y se admiran los fuegos artificiales y se hacen colas interminables para comprar porquerías y tachar nombres en la lista de regalos, a la vez que se termina de poner el bronceador en la maleta y se aguanta la resaca sin dormir y con 35 grados. Todo en exceso. Todo desordenado y agobiante.

—Tan desordenado como este post.

Se los advertí, amigas. Pero ustedes se empeñaron en trabajar, pese a ser casi fin de año y tener permitido los excesos. Se podrían haber hecho humo, si hubieran querido. Total, el año está perdido, como dicen por aqui cuando quieren excusar la vagancia.

—Pero sin nosotras no vivís. Admítelo, Laurita.

—Es cierto. Sin ustedes me ahogo en los excesos. Gracias por este divague liberador, queridas letras.

15.11.06

Fuegos artificiales


Llevaba días de apretar la nariz contra el vidrio de la tienda de artículos deportivos entre ilusionada y preocupada. Llevaba varias clases de latín totalmente desatendidas porque la cabeza se le perdía en cálculos matemático financieros. “Si me cuestan 93 y mi abuela me regala 30, más los 34 del sueldo de los fines de semana y lo que me sobró de los Levy’s el mes pasado, quizás me las compre. Y ¿el reloj digital? Bueno, que espere hasta el mes que viene”. Siempre había que elegir: o el pantalón o las zapatillas o la bici o el reloj. Uno por vez…

Ese sábado se levantó temprano y sus piernas la llevaron mecánicamente hasta la tienda de los sueños. El empleado estaba ocupado atendiendo a una niña que, no pudiendo decidir entre un modelo u otro, convenció a su madre de llevarse ambos porque "total, siempre es bueno tener un par de repuesto".

¿En qué puedo ayudarte? le preguntó el empleado. Ella le señaló las zapatillas con una sonrisa que hubiera querido ser carcajada de panza, pero se quedó en sonrisa para no perder la compostura. Talle 36. ¿Querés probarte un número más para comparar? No, gracias, no es necesario. Ya había ido muchas veces a probarlas y sabía perfectamente qué numero le quedaba bien. Con la cabeza muy alta, dejó los billetes y las monedas sobre el mostrador y se puso a tararear una canción. ¿Te las envuelvo? No, gracias, me las llevo puestas. En la bolsita guardó sus zapatillas viejas que, junto a las nuevas, parecían prehistóricas, porque la única medida del envejecimiento es la juventud que merodea.

Caminó hasta la casa de su mejor amiga, siempre mirando hacia abajo y casi flotando. Los ojos se le clavaban insubordinados en el blanco del cuero y en las líneas del diseño que, precisamente por no ser original, le regalaba la entrañable sensación de pertenecer a un grupo. ¡Yo también las tengo! ¡Miralas!

Los fuegos artificiales internos le duraron ese día, el próximo, el siguiente y posiblemente el resto de la semana. Era una grata sensación de orden y premio. De estar en paz con el universo y ser ella el fuego artificial que finalmente llegaba al cielo y brillaba con su propia luz. ¿Era felicidad? Quizás sí, quizás no. ¡Pero cuánto se parecía!

Hoy es su hija la que zozobra en la tienda. ¿Las rojas o las verdes? Llévate las dos. Total, con la tarjeta no importa si son 63, 82 ó 134 pesos. La diferencia es nimia y, aunque no lo fuera, nadie se entera hasta el día en que llega el resumen. Le compra zapatos, zapatillas, remeras de oferta y un reloj con malla multicolor. Todo junto, para evitar repetidas visitas al shopping, que siempre da dolor de cabeza por el bullicio. Salen con varios paquetes, varias bolsas, varias promesas de felicidad indiferenciada. Al llegar a casa, la niña se prueba un par de zapatillas y una remera, y deja el resto de las compras en el piso porque está cansada y la llama su amiga por el celular para invitarla a una fiesta que promete una gran noche. Entre murmullos cómplices, acuerdan conseguir algunas pastillitas de éxtasis porque hoy quieren volver a sentir fuegos artificiales en la panza y reírse a carcajadas.

8.11.06

La diferencia del tambor


Vos estabas convencida de que efectivamente había diferencia. Que una cosa era un orificio y otra cosa era el otro.

Nuestra profesora de Pilates te sostenía las piernas en alto para que hicieras la posición de vela. Estabas a punto de lograr el climax postural cuando, sin querer, prrrrrrrrrr. Con cara de pícara horrorizada, le confesaste que se te había escapado uno de esos gases. Ella, que era una chica new-age-liberación-cuerpo-mente, restó total importancia al asunto pero, tras un “te sale fantástica la vela" murmurado a 18999 palabras por segundo, se apresuró a largarte las piernas para continuar con la siguiente alumna (la del otro extremo del salón).

Y vos, que tenés la insoportable manía de ponerle palabra a todo -hasta los bochornos-, te empecinaste en seguir hablando del tema; tema que, sinceramente, todos hubiésemos preferido zanjear ahí mismo en honor a la decencia. “Que no se por qué pasan estas cosas, que después de los hijos ya no se controla, que es una calamidad, que vaya papelón, que si uno supiera cuándo llegan, que el prolapso y que el colapso y que la mar en coche”.

La profesora, harta de escucharte, te aseguraba desde un remoto rincón que no había problema, que no te martirizaras, que en estos rubros corporales esas cosas suceden y que lo mejor era evitar las comidas picantes y las legumbres para no irritar los intestinos.

Fue allí, precisamente allí, donde se te volaron los patos...

—¿Intestinos? ¿Cómo que intestinos? ¿Quién habló de intestinos? Esto no es cuestión de tripas, a ver. Que lo mío no fue un pedo de culo, señoras. A no confundir vacas con gallinas, que una tampoco es una puerca inmunda, qué se piensan. Lo mío es estrictamente vaginal. ¡DE ADELANTE!!! A-DE-LAN-TE.

—¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhh, de adelante!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! – exclamó la profesora contentísima, acercándose de a poco a tu persona con las narinas finalmente destrabadas.

Instantáneamente se distendieron los músculos faciales de tu vecina de pelo largo, quien hasta entonces había mantenido un rictus reprobatorio y asqueado que le acentuaba las arrugas y la nariz puntiaguda mientras hacía los abdominales sin respirar.
"Los de adelante son otra cosa", convino aliviada.
"Los de adelante son otra cosa", coreó la gorda de atrás de todo.
"Los de adelante…¡nada como los de adelante!", agregó una alumna que acababa de llegar y no tenía ni la más pálida idea de lo que pasaba, pero se había quedado encantada con la camaradería reinante.

"¡Los de adelante son otra cosa!", aseveró el grupo al unísono, con las piernas en alto y los tambores femeninos listos para redoblar al compás de su canción (música de "Mambrú se fue a la guerra").

LOS AIRES DE ADELANTE,
CHIVIRÍN CHIVIRÍN CHAN CHAN
LOS AIRES DE ADELANTE,
SE PUEDEN LIBERAR
DO RE MI
DO RE FA
SE PUEDEN LIBERAR

(Personalmente, sigo pensando que sos una asquerosa. No te voy a mentir.)

1.11.06

¿SEGUNDO PUESTO?


“Existe el primer mundo, existe el tercer mundo. Pero el segundo mundo, ¿dónde es que está?”

Interesante pregunta, le dije, y procedí a meditar la respuesta porque, en verdad, el segundo mundo no existe.
O al menos no se habla de él.
Los países son ricos o son pobres. No hay mucho entre medio.
Las brechas son óptimas para mantener el primer puesto.