29.6.06

Violeta, mi amor

Vino al mundo gracias a un arsenal de inyecciones, largos reposos y muchas ganas. Vino con la ventaja de su sexo y todo el tiempo en que sus padres habían deseado una niñita. Fémina, chancleta, mujer. Se llamaría Violeta.

La alegría de su madre era extraña. La palabra mujer le disparaba una exquisita sensación de conquista y, al mismo tiempo, una aguda flecha en el corazón. Flecha venenosa, flecha que había que luchar. El veneno femenino, tan oscuro y tramposo. Relación madre hija; peligro.

El vientre se le hinchó de miedo.

Al minuto de nacer Violeta, detectó en ella muchos de los rasgos que siempre detestó en sí misma. Sólo ella los veía, pero parecían estar allí. ¡Pobre hija!

La amaba, la amaba mucho. Tanto la amaba, que sentía deseos de pegarle cuando no prestaba sus juguetes, su espacio, su amor. Cuando a los 9 meses, arrancaba con furia el sonajero de la mano de su hermano y, a los dos años, prefería seguir en el rincón antes que pedirle perdón por haber mordido. Porque su madre la quería buena, a la medida de su amor. Una fémina a quien darle todo el cariño largamente acumulado.

Violeta saldría buena, sólo había que marcarle el rumbo. Si tiene mal carácter, se la ablandará. Si no sabe prestar, se la educará. Mano dura, penitencia, nunca un golpe. Marcar, marcar, marcar. No hay que perder el control del timón. Amor y sentencia. Sentencia y amor. Nunca dejar que descarrile. Bajarla del caballo, porque luego será incontrolable. Ubicarla en el mundo. Los demás también existen. Es por su bien.

Violeta tenía tres años. Iba al jardín de infantes. Muchas nenas la invitaban a jugar y ella también las recibía en su casa. Su madre escuchaba detrás de la puerta, presta a salvar a las víctimas de la subyugación de su hija, presta a arrancar el juguete de las manos de Violeta para entregarlo a su par, en caso de ser necesario. Violeta lloraba, Violeta iba en penitencia, Violeta peleaba y seguía peleando. Su madre la amaba. Algún día aprendería. Algún día dejaría de morder a su hermano, algún día llegaría a obedecer. Era cuestión de marcar el rumbo, de no perder el control del timón.

De regreso de la clase de pintura junto a su amiga Sofía, Violeta expresa su deseo de invitar a su compañerita a jugar a casa. “¿Puede venir Sofía?” Sofía se niega. “Mi mami no me deja. Mi mami dice que no”. Violeta insiste, y luego llora. Su madre sospecha el motivo de la negación de Sofía y aprovecha para inculcar la lección.

— ¿Sabés por qué no quiere venir Sofía? Porque no le prestás los juguetes ni la dejás hacer lo que ella quiere. Con las amigas hay que compartir. No está bien actuar como vos actúas, Violeta. Es por eso que ella no quiere venir. ¿Entendés, mi amor?

No, Violeta no entendía. Violeta seguía insistiendo, porque en persistencia no le ganaba nadie. Insistió hasta el momento en que Sofía bajó del auto y corrió hacia los brazos de su propia madre.

—Violeta quería que Sofía viniera a casa.
—No, Sofía sabe que hoy no puede. Le dije que teníamos cita con el pediatra

La madre siente un sofocón de vergüenza, pero también de alivio. Su hija no era tan mala, después de todo.

A la semana, Violeta es invitada a casa de Catalina, otra compañerita. Al regresar, comenta vagamente que habían tenido una pelea. La madre de Violeta tiembla por dentro y sabe que, muy seguramente, su hija había sido culpable. Catalina era una santa. Violeta no. Y así se lo plantea a la madre de Catalina.

—Violeta se portó mal el otro día ¿no es cierto? Seguro que quiso mandar a Catalina. Seguro que te hizo frente.
—No, para nada. Simplemente se pelearon por un disfraz y se lo saqué; es natural a esta edad. Pero Violeta se portó super bien. Es muy buena tu hija, muy dulce, muy educada.
—Es que siempre le desconfío ¿sabés? Soy consciente de que mi hija es difícil y necesito mano dura para que no se descarrile. Tan distinta a mi hijo, con quien la relación es llevadera, liviana, fluida. Violeta es terrible.
—Es chiquita.
—Quizás, no se.

A los dos días, la nota de la escuela: Violeta no escucha las consignas y desafía a la maestra. Por favor, hablen con ella.

Ahí estaba. La confirmación de todo lo temido. Violeta nena problema, nena terrible, nena indomable. Violeta, la habitué del rincón, de la dirección y de la futura repetición de grado cuando vaya a la primaria, o de la absoluta segregación social cuando sea adulta. Violeta, irremediablemente Violeta. Ella la amaba tanto pero ¿qué sería de Violeta?

La madre lloró y se angustió. La madre habló con la maestra, la terapeuta educacional y sus propias amigas.

Pero ella lo sabía y, por eso, se sentía culpable. En lo más recóndito de su ser, sabía dónde estaba el error, pero no podía desterrarlo. Era más fuerte que ella.

—Portate bien, Violeta— le dijo con el dedo índice elevado y el más persuasivo tono aleccionador. —Catalina te invitó a su casa, pero vos tenés que ser buena con ella, ¿entendido? Luego te vengo a buscar. Portate bien ¿entendido, amor?

El dedo índice no bajaba; tampoco el temor de la madre.

La madre de Catalina, que atestiguaba el cuadro, tomó el dedo índice y la miró a los ojos.
— ¿Por que no bajás este dedito acusador? Tu hija es buena. Deja el dedito y confiá en ella. Tiene tres añitos. ¿No la ves?


Dejá el dedito y confiá en ella. Dejá el dedito y confía en ella. Tiene tres añitos. ¿No la ves?

Con lágrimas en los ojos, la madre de Violeta se sentó al volante y comenzó a andar. Las palabras retumbaban en sus oídos. ¿No la ves? Tiene tres añitos. Confía en ella. ¿No la ves?

No, no la veía. Sólo veía la sombra de su miedo. El monstruo que amenazaba con rechazarla, con abandonarla, con cuestionarla. Veía una relación destinada al fracaso, que desde hoy había que enderezar, aun con rigor, dedo alzado y penitencia. Una adolescente descarriada e insolente. Una adulta indiferente. Una enemiga.

¿Violeta, su enemiga?

Tiene tres añitos. ¿No la ves?

Las lágrimas se le instalaban en las pupilas y le desfiguraban la visión del camino. Pero le lavaban los ojos.

Sí, la veo. Ahí se asoma, entre las fauces del monstruo. Es pequeña. Es regordeta. Es risueña. Me observa todo el tiempo. Me imita todo el tiempo. Quiere aprender. Quiere jugar. Quiere que por fin juegue en su bando. Es apenas una niña.

¡Es mi hija!

Violeta la esperaba en la puerta de la casa de Catalina, con la mochila de Barney y el cuerpito cansado de tanto jugar. La madre la miró a los ojos. Eran brillantes, vivaces, rasgados como los suyos.

La sentó en el auto y la volvió a mirar. Era su hija. ¡Tanto la había esperado!

El corazón se le ablandaba al mirarla. Y tanto la miró aquellos días, que hasta los monstruos de su corazón se ablandaron y se desvanecieron sin más.

Y se ablandó Violeta, porque todo a su alrededor era blando y su mamá la amaba. Y se ablandó el hermano, porque nadie lo mordía ni le tiraba el pelo.

Y la maestra mandó nota de felicitación.


“Confiá en ella. Confiá en que, al amarla, el timón seguirá el rumbo de tu amor”.

25.6.06

Relato hiperbreve

Transcribo un cuento que leí un día. Me impactó su fuerte brevedad.

Nunca le perdoné a mi hermano gemelo que me abandonara durante siete minutos en la barriga de mamá, y me dejara allí, solo, aterrorizado en la oscuridad, flotando como un astronauta en aquel líquido viscoso, y oyendo al otro lado cómo a él se lo comían a besos. Fueron los siete minutos más largos de mi vida y los que, a la postre, determinarían que mi hermano fuera el primogénito y el favorito de mamá.

Desde entonces salía antes que Pablo de todos los sitios: de la habitación, de casa, del colegio, de misa, del cine... aunque ello me costara el final de la película. Un día me distraje y mi hermano salió antes que yo a la calle, y mientras me miraba con aquella sonrisa adorable, un coche se lo llevó por delante. Recuerdo que mi madre, al oír el golpe, salió de la casa y pasó ante mí corriendo y gritando mi nombre, con los brazos extendidos hacia el cadáver de mi hermano.

Yo nunca la saqué del error.


Premio Faroni de Relato Hiperbreve 2002: "Mi hermano", por Rafael Novoa.

22.6.06

EL FIN SUPREMO

Ayer fui testigo del beso carnoso que mi hija de tres años le estampó en los labios a su compañerito Manuel, en ocasión de su cumpleaños.

No me era ajeno que Manuel ocupaba uno de los primeros lugares en el certamen principesco que mi pequeño alelí organiza en su cabeza. Varias veces se ha parado frente al living de casa y me ha dicho “mamos a correr las sillas y a pimpiar todo para hacer una fiesta. Y yo me “canso” con Manuel y vos, con papá, ¿dale?”.

Y yo mal entono el Danubio Azul y le sigo el juego, adivinando las imágenes que desfilan por su fantasioso cerebrito. Vestido largo y vaporoso, altísimos tacos de cristal, pelo rubio hasta la cintura, o recogido en una corona de diamantes, un salón lleno de gente con boca redondeada y vestuario de ocasión, la presencia estelar de alguna que otra hada madrina -en lo posible retacona- y para rematarla…cha chan, cha chan…la entrada de ¡ÉL! EL UNICO. EL IMPRESCINDIBLE. EL SUEÑO MÁXIMO. LA RAZÓN DE TODO.

ÉL, que puede ser rubio o moreno, muy alto o medianamente alto, rico o ex proletario, inteligente o verdadero alcornoque, delgado o muy delgado (pero nunca gordo*), universitario o graduado del asfalto, fino de cuna o grasún amaestrado. En realidad, las variedades son infinitas, tan infinitas como la inventiva de la multimillonaria empresa Disney a la hora de crear princesas, arquitecturas palaciegas, vidas rosadas, finales felices y fortunas inconmensurables.

Lo más importante es tenerlo a EL, el príncipe, el falo, el fin sublime, la realización total. ELLA no es nada sin EL. Ella no despierta del hechizo sin él, ella no sale de entre las algas y el olor a pescado sin EL, ella se pudre en un ataúd para enanos sin EL. Ella no es nadie, SIN EL.

He ahí, pues, la explicación al beso apasionado de una boca de tres años: las bellas princesas encantadas de la modernidad siguen buscando al príncipe que las salve del sino de desaparecer en el vacío de la nada.

Ellas los buscan a ellos.

A ellos que, como los Power Rangers, los Cuatro Fantásticos y Yu Gi Oh, están ocupadísimos inventando estrategias para salvar al mundo de los terribles malhechores que lo fustigan.

Ellos, recios superhéroes voladores, desprendidos de lo terrenal, libres como gaviotas. Hombres que, en nombre de la justicia, le dicen adiós a los placeres de la carne y el corazón, independientemente de cuán chiflados estén por una dama. “Debo irme, mi amor. ¡El deber me llama!”.

Y ellas lloran porque ellos se van. Y ellos se van porque el mundo llora.

*Me retracto. Shrek sí es gordito

21.6.06

¡Lo quiero ya! (el petróleo, digo)

Hace un rato abro el Internet y, como siempre, me recibe la página de Clarín.

Titular (foto de Bush, con su cara infeliz de feliz cumpleaños)
Bush pide a los países europeos apoyo para proponer a Teherán el abandono del plan nuclear

Y pienso: ¿para qué tanto formalismo si ha quedado demostrado que Bush hace caso omiso del apoyo o no apoyo del mundo?

A las dos horas se me cuelga la computadora. Cierro todo. Vuelvo a encender. Se abre Internet y nuevamente, la cara de Bush, pero esta vez con la sonrisa estreñida de bronquita contenida. Los titulares habían cambiado.

"Irán no debería tardar tanto en analizar esa propuesta", dijo el presidente estadounidense.

¡Impaciente el cowboy!
El muchacho no espera. ¡Nuevamente se mandará solito a la invasión!

Y luego leo…

"Me gustaría cerrar Guantánamo",
"Son asesinos de sangre fría", que "matarán a alguien si se encuentran en la calle", dijo Bush.

Y cierro la página porque ya es demasiado.

Lo peor es que fue votado dos veces...

19.6.06

Un hilo de mi tela

He aquí un hilo del gran tramado de mi ciudad. Un hilo como muchos otros. Y cada vez son más...

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Soy Diego. Encantado, doña. Yo soy el que labura con Carlitos, el arquitecto. ¿Le gusta cómo le pintamos la oficina a su marido? Quedó linda, quedó. Hoy vamos a pintar la cocinita. Carlitos dijo que iba a llegar a las 9 y media. ¿Qué hora son? Sí, bueno, ya debe estar por caer. Yo lo espero…
¿Contenta con el partido de ayer, doña? Flor de paliza le dimo a los serbios ¿eh? Qué partidazo. El mejor de todos. Pa' que aprendan los brazucas y los ingleses de mierda esos. Así se juega al fútbol. Hoy juegan los tanos con los yanquis. Vamos a ver. El partido de Italia con Gana estuvo re bueno.
Sí, me lo conozco de memoria el programa. Me ví todos los partidos, me víi. Esta semana no fui a laburar ni un día. ¡Ni uno! Me quedé en la cama, quietito como un rey, viendo el mundial. En serio le digo; no laburé. Hoy vine porque me lo pidió Carlitos, que si no, tampoco laburaba. El Mundial para mí es sagrado, como la Biblia, ¿vió? Despué hay que esperar otros 4 años. ¡Ni loco me lo pierdo!
¿Y de qué viví? Y bueno, qué se yo. Uno se las rebusca. Total, si nunca vamos a salir de pobres.
En González Catán vivo. Sí, ¿vió allá por donde está la Crisler? La Crisler, la fábrica de autos. Cerquita de la rotonda estoy yo. Y bueno, para venir me tomo el 97 o el 59, que le ponen hora y cuarenta hasta el obelisco. A veces me tomo una combi que pasa por la rotonda y me trae hasta aquí en 40 minutos. Pero cuesta 3 pesos, y uno a veces no los tiene. O hay que dejarlos en casa para comprar la leche a los pibes.
Sí, soy casado...bah, juntado, y tengo 3 pibes. Un nene de 5, otro de 3 y una de 2.
¿Yo cuántos tengo? Tengo 26. Y mi señora, 22.
Sí, somos jóvenes. ¡Demasiado! Nos perdimo todo; no disfrutamo nada. Yo tuve una novia de los 13 a los 20 años, después me metí con ésta y a los 4 meses, paf, embarazo. Me cagó la vida. No, yo la quiero a la Flaca. ¿Quién? ¿Mi ex novia, dice usted? ¿Y qué iba a decirme? Nada, se lo tuvo que aguantar. Sigue viviendo en el barrio, en la casilla de enfrente. Cuando se ven con mi mujer, se dicen de todo. Se re pelean. ¿Y por qué va a ser? Por mí, doña.
Sí, tengo 8 hermanos más. Todos vivimos en la misma cuadra. Mi vieja también. No, mi viejo se juntó con otra y tiene 5 pibes. A veces lo vemos, pero está hecho mierda porque chupa demasiado. De vez en cuando se aparece en la casa de mis hermanos y se queda dormido a los 10 minutos. ¡Viene a dormir la mona el viejo! Yo lo echo a patadas, que no joda.
No, mi vieja no está con marido. Les cuida los hijos a mis hermanos. ¡Como 57 nietos tiene! Para navidad, cerramos la calle y comemos ahí porque no cabemos en ningún lado. Una de mis hermanas tiene 9 pibitos. No, ella no labura. La ayudamos todos, le damos lo que podemos porque es soltera, ¿vió?
A Carlitos lo conocí hace un montonazo. Mis hermanos trabajaban con él. Yo era un purrete de 16, 17 años. Me llevaban con ellos y me ponían a rasquetear los zócalos con la esponja de viruta, taca taca. ¡Un laburo de caballo! Me tenían de sirvienta. ¡Y la bronca que me daba! El que me enseñó a laburar a mí fue Bin Laden, ¿usted lo conoce? Sí, el que a veces viene con Carlitos. Le dicen Bin Laden por la barba. Un día me dijo “agarrá el pincel que te enseño a pintar paredes”. Y así aprendí. Es la única manera. Pero eran otras épocas. Ahora los pibes no quieren aprender. El otro día me traje unos chicos del barrio para trabajar. De esos que andan con los pungas. Sí, los carteristas, digo. Los que afanan en el colectivo, ¿vió? Pero no prestan atención los boludos. Son unos vagos. Le hablás y es como si le hablaras a la pared. Es que se dan con cualquier cosa, los muy chabones, y están re-drogados. No tienen interés en nada.

¿A mí qué es lo que me interesa? A mí, los fierros. Los autos de carrera. Pero los viejos, ¿vió? Los Chevy, los Torino, los Chevrolet. ¡Qué máquinas! Mire, véame el hombro… ¿Sabe qué es? La cruz de Chevrolet. Me la hice tatuar cuando nació mi nena. La D es de Diego, M de Miriam (mi señora) y las iniciales de mis chicos: D.S. y M. Al nene le puse Marcos por Marquito Di Palma, el corredor. Y el otro se llama Diego por mí y por Maradona. Pero el fubol mucho no me interesa. A mí dame una carrera y te puedo pasar horas tirado en la cama, embobado. El ruido del motor, la velocidad. ¡Una masa! Ya me di como 4 palos por la ruta. No se cómo es que estoy vivo. Un día terminé debajo de las ruedas de un camión y mi mujer me quería comer crudo porque llevaba al nene, que tenía 4 años. No, los autos viejos no tienen cinturón de seguridad. Mi nene decía, dale más, dale más, dale más, papi. Y yo metía pata…230, 240 por hora y pasábamos a todos.

Es que a mí me pone loco que me pasen otros autos, por eso aprieto el acelerador y no me importa nada.

Y sí, bueno, así se maneja en Buenos Aires. Tiene razón, doña. Pero qué se le va a hacer. Ahí llegó Carlitos. Con permiso.

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¿Qué se hace con los Diegos? ¿Se los felicita por sobrevivir? ¿Se los culpa? ¿Se los prende fuego, como se ha hecho muchas veces? ¿Se los deja como están?

La respuesta más obvia es "se los educa". ¡Pero qué bien que vienen los Diegos, tal como están!

15.6.06

¿Por qué será el Mundial?

La semana pasada, una amiga me pidió la receta de los palitos de queso para acompañar el extenso menú que planificaba para el sábado. ¿Qué festejan? pregunté ingenua. ¿Cómo que qué festejamos? El partido de Argentina, obvio. Y procedió a comentar que “somos pocos de familia y quiero que mi hija tenga un buen recuerdo de los festejos, porque las navidades las pasamos tan solos, etc.”. ¿Navidades? ¿Pero qué tiene que ver la navidad? ¿Navidad y mundial van de la mano? ¿Tradiciones?

No se, pero yo tampoco quise quedarme atrás. Con harina, huevos y un poco de dulce de batata me las ingenié para armar un menucito propio y acepté el convite de mi amiga Patricia a aunar fuerzas, maridos, hijos, hambre y deseos de victoria el sábado por la tarde. Obviaré el hecho de que al arribar con los miles de bártulos, me di cuenta de que me había olvidado la pastafrola y el arrollado del menú mundialista. Pero bueno, tenía que llegar temprano porque Patricia me había aclarado que no bajaría a abrirme la puerta si le tocábamos el timbre una vez empezado el partido. ¡Ni un minuto quería perderse! ¡Ni uno!

Lo curioso es que ni a Patricia, ni a mi amiga de los palitos de queso ni a mí misma nos importan un bledo los temas futbolísticos, los corner ni las técnicas de patada. ¿Qué será entonces lo que nos importa? Nos importa que somos argentinas y queremos ganar. Mostrarle al mundo que sabemos patear fuerte, mucho más fuerte que todos ellos. Nos importa satisfacer esta obsesión colectiva que, poco a poco, se nos ha metido en los ojos, los oídos y la agenda cuatri anual.

Y esto me lleva a reflexionar sobre algo que siempre se me ocurre ante los fenómenos masivos: ¿cómo nos verán las sociedades del futuro cuando nos analicen? ¿Qué pensarán de nosotros los niños del plato volador cuando en la escuela les hagan estudiar las costumbres de las sociedades antiguas? Les dirán que nos gustaba unirnos para mirar cómo un hombre metía la pelotita en un arco y que con esa excusa, se olvidaban las peleas intestinas, se estrechaban las manos, se vendían millones de objetos innecesarios y todo se concentraba en ganar el mundial. Les dirán que se gastaban rídiculas fortunas en las inauguraciones, en la construcción de estadios, en los boletos aéreos de miles de mandatarios y en la refacción de ciudades. Les dirán que mucha gente dejaba de trabajar, de producir y hasta de respirar durante todo el período en que la pelotita iba y venía, iba y venía, iba y venía. Les contarán que se multiplicaban los televisores, que se enriquecían los fabricantes y se disputaba la propiedad de los goleadores.

Y les aclararán, no sin algo de estupor, que todo este despliegue de dinero, perfección organizativa y unión fraternal transcurría en la misma época en que los hombres morían como cucarachas hambrientas y apestadas en África y las naciones se despellejaban por un pedazo de tierra o un pozo de petróleo. Transcurrían en el mismo momento en que se agotaban los recursos y el planeta comenzaba su agonía.

Transcurrían a pesar de todo esto, y quizás por todo esto. Porque el hombre estaba sediento de algo que hoy me cuesta descifrar.

¿Por qué ocurren estas cosas?
¿Por qué esta obsesión ante una pelotita y un arco?
¿Será por ganar? ¿Será por olvidar? ¿Será por unirse al otro sea como sea? ¿Será por igualar desesperadamente lo inigualable?

¿Qué será?

Francamente, no lo sé. Pero tengan la plena seguridad de que mañana viernes me plantificaré frente a la pantalla y, bracito en alto, ¡vamos, vamos Argentina!

O lo leen o me marcho para siempre!!

Me he desternillado con un post que aparece en este blog. No son los chistes iniciales, sino el texto que le sigue, que habla de las ciber rabietas de los bloggers.

¡Vale la pena! La vida no es tan seria, después de todo.

http://borjamari.blogspot.com/

Espero que lo lean y lo disfruten. De lo contrario, se van todos al demonio y dejo de escribir y se cierra este blog y mirá cómo tiemblo, ¿estamos?
Y nada de sacarme la lengua cuando me dé vuelta, ¿está claro?
Silencio (de ustedes)
Digan sí
(ustedes) Sí
¿Sí qué?
(ustedes) Sí, Laura
Ah, bueno, así me gusta...
Chau

14.6.06

Abrí los ojos y te ví...

(Texto escrito desde E.U.A., luego de una visita a mi ciudad )

El taxi avanza y me adentra en el bello remolino de una ciudad que huele a soberbia, incoherencia y café con amigos. Las esquinas llenas de graffiti, denunciando injusticias; atrocidades que en breve aceptaremos y pasaremos a olvidar. La emoción me recorre entera. Estoy en mi ciudad, mi ciudad de tango, cuero, desesperación y agobios compartidos. Buenos Aires melancólico, Buenos Aires de noches, risas, vino. El taxi rodea el obelisco, falo que nos eleva al cielo de nuestro ego, y continúa por la avenida 9 de julio, símbolo de la ancha inmensidad de nuestra idiotez. Los argentinos creemos que valemos, creemos que no creemos, pero creemos y seguimos. He ahí nuestro valor. El sabernos levantar.

Nuestra ciudad es coqueta y digna, como las damas que se reúnen a tomar el té por la tarde, ropa vieja y planchada, aretes y perfume imitación. Gente venida a menos, sueños de grandeza hechos pedazos. El panadero en la puerta de su negocio, comentando la miseria con el dueño del kiosco. Un jubilado bien vestido deambula por las veredas rotas arrastrando a duras penas un inmenso carro, donde despliega el fruto de largas horas de tallar madera. Percheros, ceniceros, toalleritos. “Le hago precio, déme lo que pueda, se lo envuelvo en papel de revista”, su voz quebradiza me llega por la ventanilla totalmente abierta porque el calor es asfixiante y no todos tienen aire acondicionado.

El coche desprende algo de humo, pero el taxista continúa inmutable. Como no quiero parecer quisquillosa, cierro las ventanillas, guardo silencio e intento confiar en su conocimiento del oficio. Mi mirada se pierde entre los edificios, los colectivos y los característicos rostros hispano-italo-indios de mis compatriotas, que he aprendido a distinguir en cualquier punto del planeta. El humo comienza a espesarse y es imposible no comentar que “el auto se ha recalentado un poco”. Pregunto si será necesario llamar otro taxi, aunque me apremia la hora y prefiero continuar en esta unidad la otra mitad del recorrido. “No, no se haga problema, en dos minutos lo solucionamos”, me responde el especialista en viajes urbanos, con destornillador en mano y cara de mecánico entendido.

Al descender, levanta el capó y comienza a dar golpes furiosos al motor, golpes que nuestros cuerpos acompañan rítmicamente gracias a la falta de amortiguación. Regresa aliviado y reiniciamos el viaje. Una, dos, tres cuadras. Nuevamente el humo, cada vez más negro, cada vez más espeso, cada vez más imposible de obviar. “Mamá, me parece que algo se quema”, afirma mi hijo con mucha inocencia y poca experiencia en desperfectos callejeros. Me invade el temor a morir carbonizada, pero lo disimulo. “¿Está seguro de que llegaremos?” “Si señora”, insiste el taxista, que ahora desciende con un martillo mayor y regresa con el rostro totalmente ennegrecido y la resignación de perderse un viaje largo y remunerativo.

En medio de quién sabe qué barrio de la ciudad de Buenos Aires, busco otra agencia de remises. Me han advertido que debo viajar únicamente en taxi conocido. Que me olvide de los viejos días de estirar el brazo para ingresar confiadamente a la cueva del primer techo amarillo que circula por la calle. El problema es que en este barrio no conozco a nadie, menos agencias de taxis. Me detengo ante un quiosquero que mordisquea la bombilla del mate mientras acomoda los chocolatines Jack junto a los turrones Arcor. Aquí a media cuadra hay una agencia muy confiable, me dice.

Lo que no parece demasiado confiable es la zona, pienso al entrar en la remisería, armamentada con dos hileras de grosísimas rejas que protegen el perímetro total del mostrador. La dueña me recibe amable desde la jaula de la flamante modernidad. Lleva tres pares de anteojos: los de sol, los delgaditos de la presbicia y otros que seguramente ha llevado siempre.

¿Tendrá algún vehículo disponible, señora?

De inmediato aparece el salvador, un árabe aún más exótico, que se pone de pie y procede a estirar la longitud de su cuerpo. Es obvio que hace rato que espera su turno de salir al asfalto, sentado en un diminuto banco. La señora tri-gafas también parece contenta de que haya entrado un cliente. Abre el candado de la jaula y se acerca a nosotros. Así, sin preámbulos de ninguna especie nos hace la pregunta más relevante que he oído jamás. ¿De qué signo son ustedes?

Y procedemos a contarnos las respectivas vidas, a partir del astro que guió nuestra entrada al mundo.

Así es mi Buenos Aires. Incoherente, improvisado y amigo.

12.6.06

Barreras


El comunismo contruyó una muralla
para que nadie saliera.

Y el capitalismo vuelve a construirla

para que nadie entre.

Las benditas barreras humanas.
Digo yo, ¿seremos tan peligrosos para temernos tanto?
¿De qué nos protegeremos?
¿Del otro, de nuestra necedad o de la fuerza de la vida?
Barreras, tristes barreras, que nos dejan tan solos.

11.6.06

La casa en orden

A decir verdad, esto de tener un blog me entusiasma bastante. Es algo así como irse a vivir solo y meterse de lleno en el acondicionamiento del nuevo hogar. Una plantita por aquí (artificial porque soy asesina seriada de viveros), el estéreo por acá, el rincón para dejar llaves y recibos de supermercado, la repisa para los libros, y todos esos otros detalles esenciales para que la casa sea una fiel representación de uno mismo. Quizás esto explique por qué aún no he colocado links, ni fotos ni musiquitas: la decoración y el acicalamiento de los ambientes me dan mucha pereza. No es lo mío y, por eso,lo postergo. Lo que sí me inquieta considerablemente es la cuestión temática, o sea, el alimento que se ofrece al lector. ¿Le haremos comida picante o suave? ¿salada, dulce o amarga? ¿local o foránea? ¿Italianamente excesiva, afrancesadamente escasa o americanamente chatarra? ¿Qué cocinamos? Porque convengamos en que no es cuestión de atosigar, empalagar, dejar con hambre ni indigestar a nadie. ¿Qué querrá el señor lector? ¿Y qué será capaz de dar el señor cocinero?

Supongo que se terminará haciendo lo que dicte el ánimo y la ocasión. Ya veo que durante los días en que me tapen los diccionarios y los plazos de entrega, comeremos poco o nada y la puerta de casa se abrirá con los mismos post de hace dos semanas, cual platos sucios amontonados en la pileta.

No obstante, como cocinar es la labor doméstica que más me gusta, literal y figuradamente, sé que tarde o temprano regresaré con algún platito letrado.

Intuyo que el secreto del blog radica en no dejar que las malezas y los bichos se coman la casa.

Desde hace ocho años, participo en un foro que me regaló grandes satisfacciones. Al principio, éramos muy pocos y teníamos una relación casi fraternal. Todos cuidábamos y venerábamos esa cuevita que nos habíamos fabricado y a la que gradualmente iban incorporándose más personas, más temperamentos y más atropellos. El foro se agrandó, se ramificó, se diversificó y finalmente se mudó.

El otro día encontré, entre mis favoritos, el enlace del sitio original. Por pura curiosidad, hice clic y me sorprendí al ver que se abría una página. Ahí estaba nuestro viejo foro, celeste como siempre y con su título impecable, pero ocupado por cientos de intrusos que anunciaban juguetes eróticos, aspiradoras a precio promocional, planes de financiación y hierbajos medicinales para combatir languideces a la hora de la verdad.

Y aunque parezca tonto, me entristeció.

No quisiera que mi blog llegara a ese estado. Salvo que, claro está, decida cambiar de rubro y me abra yo misma una ciber-tiendita de juguetitos para el amor. ¡Todo a crédito, no se aflijan!

9.6.06

Cuestión de termostato

Hoy, con dos clases de spinning y una sesión de gimnasio en mi haber, decidí dejar en casa el sweater que suelo anudarme a la cintura para ocultar excesos y blanduras traseros. Seguramente, sin confesarlo, hoy me sentí más a gusto con mi cuerpo y caí en lo que yo llamo el "síndrome de la gorda adelgazada". Esa que baja un kilo y treinta gramos y, chocha con su vida, se encaja una minifalda o deja asomar un poquito del ombligo, por más que áun le queden unas cuantas decenas que descontar a la balanza.

Una prueba más de que, en la vida, lo único que nos hace sentir bien es el termostato interno de la realidad.

8.6.06

Pequeña resurrección

Un día leí que existen dos tipos de muerte: la muerte física y la muerte social.
Morir físicamente no siempre es morir socialmente, y viceversa. Hay quienes quedan en la memoria del mundo de los vivos hasta mucho después de haber desaparecido corporalmente. Y hay otros a los que aún les late el corazón y, sin embargo, han dejado de tener un lugar en la sociedad. Ya nadie cuenta con su presencia, ni siquiera repara en ella.


Eulalio era amigo de la calle. La conocía de noche y de día. La caminaba solo o en compañía de algún perro vagabundo, con quien luego se sentaba a rascarse tesoneramente las pulgas. Eulalio llevaba la botella en el bolsillo interno de su sobretodo gris, y en una presilla del pantalón cojo se ataba el pañuelo beige con que limpiaba sus vómitos y sudor. La pierna que le quedaba desnuda se veía más negra que la otra, pero no tanto. Hacía tiempo que, entre los montículos de basura de la noche, Eulalio buscaba un sombrero. Parecía mentira que con todo el pelo que había tenido de joven, ahora se le congelara la sesera por la madrugada. Nunca se le ocurrió pensar que podría estar enfermo, ni tampoco calcular cuántos años tenía. Para Eulalio la calle no tenía ni almanaque ni rostros completos. Era difícil ver los ojos de las personas que caminaban a su lado. Tan pronto Eulalio los miraba, ellos bajaban la vista como si el suelo tuviera algo más importante que ofrecer. Y cuando Eulalio se detenía ante un semáforo, su presencia parecía un tornado que limpiaba la zona.

Eulalio había empezado a tener frío. Más frío que nunca. En la cabeza, en los pies, en las manos. El frío parecía venirle desde adentro y no abandonarlo jamás. Por la mañana, por la tarde, por la noche. El papel de diario ya no bastaba, tampoco la arpillera ni las mantas que le daban en el refugio. Aunque nunca fue amante de la luz, adoptó el hábito de sentarse al sol. Pasaba horas asoleándose en la entrada de una obra en construcción abandonada, frente a un taller mecánico cuyo dueño y único trabajador era un hombre al que todos llamaban Lalo. Junto al taller, había un terreno baldío y en la esquina, el galpón de una fábrica clausurada hace muchos años.

Lalo lo miraba desde la otra vereda. Lo miraba al salir y al entrar al taller o mientras arreglaba los autos en la sigilosa clandestinidad de la fosa. Lo miraba cuando bebía, a sorbos compulsivos, la grapa que marcaba el fin de su jornada laboral. También lo miró el día que se agarró a trompadas con un cliente, y quedó en el suelo con la nariz ensangrentada. Lalo lo miraba con ojos extraños, pero a Eulalio, de cierta forma, le gustaba que lo mirase. Era una provocación placentera.

Eulalio se instaló en el lugar y, al cabo de unas semanas, llegó a la conclusión de que el vehículo estacionado en la puerta de la fábrica clausurada estaba abandonado. Por las noches, el auto se quedaba tan sólo como él. Aparentemente había sido rojo, quizás treinta años atrás. Hoy su chapa lucía un horrible amarillo óxido, y el único asiento que le quedaba era un gran trozo de goma espuma con guiñapos de cuero negro. Ya no tenía volante, ni palanca de cambio ni espejos ni reloj. Pero su techo sin tapizado cubría a la perfección la friolenta sesera de Eulalio a la madrugada. Vamos a la cuna de metal, le ordenaba Eulalio al perro de turno. Y así, ovillado en el asiento y mirando la luna, se dormía Eulalio noche a noche, y a veces de tarde.

Hace cuatro semanas, Eulalio despertó sobresaltado con el ladrido del perro que yacía entre sus piernas. Al incorporarse, observó que Lalo se alejaba corriendo y supo que lo había estado espiando. Y aunque le peguntó desde la ventanilla si necesitaba algo, nunca esperó respuesta, porque Lalo jamás le hablaba, ni le hablaría.

Dos o tres días más tarde, Eulalio volvió a despertarse sobresaltado, esta vez por un extraño calor que se intensificaba con cada décima de segundo y se ensordecía con el aullido desahuciado de un perro en llamas. El fuego avanzaba brutal hacia la goma espuma del asiento, hacia el sobretodo gris y hacia el rostro apabullado de Eulalio, que pronto se desmayaría sin remedio y no llegaría a ver el camión de bomberos que vendría a rescatarlo, ni al policía que se llevaría esposado a un Lalo borracho y poseso que, con ojos desorbitados y pateando el bidón de combustible, vociferaba que "a estos vagos de mierda hay que matarlos a todos".

Eulalio tampoco llegó a saber que sus quemaduras de extremadísima gravedad se habían apoderado del 70 por ciento de su cuerpo y le habían comprometido las vías respiratorias. Pero eso lo supo media ciudad de Buenos Aires que, siguiendo el caso durante los diez días de la agonía, lo escuchó por la radio y la televisión y lo leyó en todos los periódicos. Muchas, muchísimas personas, hablaron del incidente. Hablaron de Eulalio, lo miraron a los ojos en la foto del diario y lamentaron profundamente su final. Pobre hombre, dijeron todos, y lo guardaron en su memoria.

7.6.06

Estos días, tengo un deseo...

Una amiga, de esas que conversan con tu alma, está transitando un camino que yo he recorrido. El camino hacia la maternidad, un camino blando, llano y floreado para muchos, pero pedregoso y empinado para tantos otros. Yo escalé esa cima y conozco el vértigo, tanto del miedo como de la felicidad.

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Me subo a la bicicleta fija, insegura de mi capacidad de llegar al final de una clase de alta intensidad. Siempre al filo de la navaja en la materia educación física, exámenes recuperatorios, largos ratos escondida detrás de los arbustos para no tener que correr, el deporte nunca fue mi fuerte, o al menos así lo creí.

Hoy me animé. Sin pensarlo, me sumé a una clase de spinning comenzada hacía 4 minutos. Calzo el estribo, empiezo a pedalear, cada vez más rápido, cada vez menos consciente del acto de estar allí. Simplemente estando, pedaleando, metiéndome sin pensar, sin cuestionar. Los músculos seguían dóciles el chan chan chan de una música chillonamente estimulante, mientras mi cabeza se disparaba hacia sitios donde últimamente tengo puesto el corazón.

Allí fui, hasta el capullo de células que se abre paso entre el calor de los tejidos y las fibras de tu cuerpo. Tu fibra. Tu BUENA fibra.

La música me envuelve. Da fuerza. Da ímpetu. Y yo sudo, me empapo, me canso, pedaleo. Y no dejo de pensar en ese manojo de proteínas y células pequeñas revolcándose en el colchón de tus células grandes, engrosadas por las ganas y la convicción de que ya es tiempo. Lo veo extenderse hacia vos, con la diminuta pelusa que lo recubre. Y mientras pedaleo hacia una cima inventada por el profesor, grito sordamente hacia adentro que te quiero vivo, te quiero grande, te quiero ver.

Capullito encantado. Capullito difícil. Capullito luchado.

Estoy empapada. Las piernas no ceden al cansancio porque quiero llegar al final. Como vos, como tu madre, como tu padre. Todos inmersos en la música de tu vida. Música intensa. Música sublime. Música de amor.

Pedaleo sin tocar el asiento, casi parada en la bicicleta porque ya hemos dejado el "segmento de ruta" para comenzar la "travesía de montaña". La misma que imagino estás atravesando vos. La más difícil, porque estamos un poco cansados. Pero ya arrancamos y hay que seguir. Vamos, capullito. Agarrate fuerte y pedalea sin descanso. Que en la cima te esperan unos brazos de oro macizo, tan altos como el sol.

Y estoy empapada, en lágrimas y sudor. Porque lo que parecía imposible, se hizo posible. Terminó la clase y todos aplaudimos.

6.6.06

De repente...sin quererlo

No sé qué es esto, más que una página en blanco que se me presentó casi sin querer al intentar colocar un mensaje en el blog de una querida amiga charrúa. ¿Ya es usuario? No. !Pues, registrése!

Y al registrarme, de repente un cartel me pide el nombre de mi blog. Yo no tengo blog. Pero ¿de repente? No se... Y de repente, se me ocurre que quizás no estaría mal hablarle al ciberespacio, así muy de repente. Si total, ¡yo hablo hasta con las piedras!

¿Pero de qué puedo hablar? ¿De qué? De la vida, ¿de qué otra cosa? ¡De la vida! La vida, la vida, la vida... ¿La vida en absoluto? ¿O la vida en términos de la media rayada que no encontré esta mañana? ¿La vida de la bolsa de arroz que desparramé por el piso del supermercado con mi eterna manía de agarrar los paquetes de atrás del estante porque están menos manoseados? ¿La vida del beso que, cual nena caprichosa, negué esta mañana a mi marido porque me molestó que no me esperara para desayunar? ¿La vida del posterior arrepentimiento porque "nadie sabe cuándo será su último día" y siempre hay que vivir con la pasión y la verdad que nos daría la ausencia de un mañana?

Bueno, sí, de esto voy a escribir. De las aristas cotidianas; de los lados de la vida; de los rincones ocultos, las puertas entornadas y las ventanas abiertas. Intentaré no usar puntos suspensivos porque mucho le disgustan a mi ex profesor de narrativa y a todos los linguistas que yo admiro.
Y porque tampoco quiero más puntos suspensivos en esta vida... ¡Va por vos, Mati!