26.5.08

LA ÚLTIMA PIEZA



Su última noche de amor.
Ella lo ve como la primera, cuando él se le acercó en el club y le pidió una pieza de baile.
Ella miró a su madre, que cabeceaba en la silla, y le dijo que sí.
Sí porque le gustó, sí porque sus ojos eran celestes y buenos, sí porque era mayor que ella, fuerte, apuesto y lleno de hombría.
Sí, padre, le dijo al sacerdote.
Sí, le dijo a los contratiempos y los problemas familiares.
Sí a la mala salud de él, a su genio impredecible, a sus arranques y silencios.
Sí a sus pies calentitos noche a noche, a los viajes por el mundo, al velero compartido, a la casa de la playa, al golf, las fiestas, el mar, las deudas, la quiebra, los hijos, los nietos.
Sí al amor y la fidelidad que él le juraba.
Sí a las bodas de oro y a no ir a la peluquería por no dejarlo solo.
Sí a sus caricias, a su veneración, a la vejez que los sentaba frente al televisor porque él ya no podía ir al cine.
Sí a los dolores de espalda por ayudarlo a caminar.
Sí a todo lo que fuera estar con él.

Tampoco esta noche lo dejará solo, aunque no le den los huesos y todos se retiren a dormir.
Se instala a su lado y lo admira sin pausa.
Si pudiera, se acostaría con él.
Cuánto te ha amado, repite bajito, mientras acaricia su piel helada y le besa los labios que la funeraria ha sellado para siempre, por cuestión de dignidad.

(Que descanses, tío querido)

14.5.08

DE MERCADO

¿A quién se le ocurre venir al supermercado a las 7 de la tarde con una niñita de 5 años que está cansada y quiere llevarse todo lo que ve? Es un gentío y las filas, interminables.
Avancemos por aquí, vamos mi amor.
Tengo el carro repleto. Compré más de lo que pensaba. El queso crema corona el desorganizadísimo contenido de la compra, y amenaza con caerse en cualquier momento. ¿Será que algún día aprenderé a ordenar adecuadamente los productos: los más grandes y pesados abajo, los más pequeños arriba y entre los huecos?
Hija, ¿me traerías, por favor, otro carrito que éste está demasiado cargado y se nos va a caer todo?
Pobrecilla. La veo abrirse paso entre la gente, tomar un carro, empujarlo con toda su fuerza y en el camino llevarse por delante 20 estantes. Las ruedas están giradas hacia la derecha y el carro sólo avanza de costado. Imposible maniobrar.
No importa, mi amor. Te agradezco mucho. No necesitamos otro carro.
Mi carro también funciona mal porque tiene las ruedas torcidas. Todos son así. Según un alemán vendedor de ruedas para carros, que un día conocí en un avión, los supermercados argentinos compran rueditas de Taiwán para ahorrar dinero. ¡Y vaya que se nota!
Voy a ponerme en aquella fila, la que tiene Pago Fácil, porque quiero aprovechar para pagar la cuenta de teléfono.
A ver, mi amor, ayudá a mamita a llevar el carro, que rueda de costado, pero tené cuidado de no golpear ningún producto. Muy bien, eso es, empujá un poquito más. Otro poquito… No, hija, ya te dije que no voy a comprarte caramelos. No, y basta. No, tampoco el conejito de chocolate. No, no compro nada. Hija, no sueltes el carro que se va de costado… HIJAAAA!!!
El carro se engancha con un estante, que se sale de sitio y deja deslizar las cuarenta cajitas de pañuelitos Kleenex. Todas las filas me miran, qué horror.
Por suerte, los empleados son amorosos y me ayudan a recoger los pañuelitos y a seguir empujando el carro hacia la caja de Pago Fácil.
No y no, ya te he dicho que no vamos a comprar caramelos ni chocolates. ¡La próxima vez te dejo en casa! Coloquémonos aquí, detrás de estos muchachos tan amables.

Amables y muy bien parecidos, diría yo. Ejecutivos recién salidos de la oficina, pinta de yuppies, pelito un poco largo, corbata floja y obvios planes de pasar una noche de hombres solos. Jamón, quesito, papitas fritas, bastante alcohol y esa complicidad masculina que se transmite sin esfuerzo.
¿Qué te pasa, hija? ¿De repente te agarró la timidez? Vamos, respondele al muchacho. Quiere saber cómo te llamás.
Sí, es un nombre italiano. ¿Te gusta? ¡Gracias! Sí, los chicos son terribles. Piden todo.
Parece que tienen ganas de charlar. Me hablan de los caramelos, de los chocolates, del supermercado, de los ojos de mi hija, de los precios. Todo en plan de juerga y noche de hombres. Todo les parece divertido.
Yo les respondo cada vez más distendidamente porque, bueno, estos hombres no me dejan en paz. A pesar de todo, de mis pelos desarreglados, de mi hija caprichosa y del carrito que se desliza hacia el costado, se ve que no he perdido mis encantos. El más joven es el que más me habla. Tiene unos ojos muy bonitos, y el pelito largo no le queda mal. En un momento menciona a su hijito de 10 años. O sea que no es tan jovencito como yo pensaba. Al menos es padre. No puede tener veinte años, digo yo. ¿Será, entonces, que un tipo joven puede fijarse en mí? Pero qué digo, yo soy una mujer fiel. Ni deberían cruzárseme estos pensamientos. ¡Con lo mucho que quiero al santo de mi marido! ¡Yo, jamás! Aunque, en rigor de verdad, a quién no le encantaría la atención de un muchacho como éste. Te confirma que aún sos una mujer joven, deseable, de mercado...
¡Qué pena! Les ha tocado el turno de pagar. Me muero y recontra muero si este tipo me dice algo. Que no me pida el teléfono ni el mail ni el chat ni esas cosas, porque me incendio de vergüenza y no voy a saber manejarlo. Mucho menos frente a mi hija. Uff… qué aprieto. Mejor miro hacia otro lado y me hago la distraída.
Ya se van.
El mayor se da vuelta y me saluda.
—¡Adiós! ¡Que estés bien!
Para no ser menos, el joven también se da vuelta y me mira.
—¡Adiós, señora! ¡Cómprele un caramelito a la nena, no sea mala!

Definitivamente, soy una señora…¡DE MERCADO!