28.10.06

LA PRIMERA VEZ


—¿Todavía estás esperando aqui? Pensé que ya te habías ido. No te quedes aquí en la puerta, nena. Vení conmigo. Dale, un ratito.

La llevó de la mano hasta un asiento apartado, donde The Police parecía sonar más melancólico que en la pista de baile. Ella lo siguió sin cuestionar. En verdad, no lo conocía demasiado, pero la firmeza de su mano le daba confianza y la charla anterior había sido lo máximo de entretenida. Tampoco es que fuera su tipo de hombre; nunca le habían gustados los rubios. Pero él tenía un algo especial que lo hacía distinto. Quizás fuera la destreza con que había manejado el ritmo y el enganche cuando bailaron lentos, quizás fuera su aliento a chicle de menta y Marlboro, quizás la risa que le soplaba en la oreja, quizás su camisa leñadora, su colonia masculina o el cancherísimo modelo de sus pantalones Levi’s. Fuera lo que fuera, tras un beso en la mejilla, ella le había dado su número de teléfono y, satisfecha con la noche, se había dirigido a la puerta de la disco a esperar a su padre, que vendría a recogerla a las 3.

Pero ese “vení conmigo, dale, un ratito más” había bastado para que ocurriera lo que estaba ocurriendo ahora. Ella sentada con él en los reservados, él rodeándola con un abrazo conquistador, ella tiesa y confundida, él acercándole la mano a la pierna.
—¿Qué hacés?— le preguntó.
—¿A qué te referís?
—A esta mano…a este abrazo. Si apenas nos conocemos.
—Pero queremos conocernos más ¿o no?
—¿Acaso somos novios?
—No sé, ya veremos. ¿Qué apuro hay? Primero hay que conocerse. ¿No te parece?
¿Me parece? ¿No me parece? ¿Me parece, no me parece? Ella no sabía muy bien qué le parecía y qué no le parecía. Ella sabía que no quería quedarse allí, pero por nada del mundo se soltaría de su abrazo porque todo era demasiado sabroso, demasiado distinto. Jamás, en sus larguísimos 14 años y 4 meses, se había sentido tan mujer.
Ella le sonrió, como aceptando la propuesta. Él giró la cabeza y, con un guiño cómplice, la miró hasta el fondo de sus ojos, que captaron el mensaje y comenzaron a intuir lo que vendría. El rostro de él avanzaba en cámara lenta hacia sus labios y ella comprendía que el momento se acercaba inexorable. Pero ¿cómo se hace? En las películas, sólo lo mostraban a medias y sin instrucciones. La mejor opción era salir corriendo, pero no; eso no. La otra opción era dejar que sucediera de una vez por todas, pero no, eso tampoco; aún es muy pronto, no lo conozco, tan rápido, creerá que soy fácil. ¿Y cómo se hace? ¿Con la lengua o sin la lengua?
Las fauces de él se abrieron deseosas ante su boca y la decisión se tomó sola: que sea ya. Con la humedad y la blandura del momento se desmayaron sus resistencias y, pasado el sobresalto, le divirtió sentir la lengua de él como una babosa dulce que le bailaba en la boca y le cosquilleaba el paladar. Había descifrado el gran enigma del beso de lengua con gusto a Marlboro y chicle de menta, del que hablaban sus amigas. El maravilloso túnel del amor adulto, por el que se hubiera dejado transitar la noche entera de no haber sido por esa mano firme que la tomó del hombro y la arrancó de un tirón.
Mocosa de mierda, le dijo su padre, linterna en mano. Y se la llevó a los empujones.

24.10.06

Mensajes bovinos


En el penúltimo post de Victoria's Home (http://victoriashome.blogspot.com), la autora nos habla del sacrificio de los animales en pos de la alimentación humana, un tema que me golpea fuerte porque me enfrenta a mis peores hipocresías. Amo a los animales, lloro por los animales y defiendo a los animales, pero soy sumamente carnívora. Estoy convencida de que, al igual que tantos otros vicios que he logrado eliminar de mi vida, eventualmente podría cambiar de hábito si me lo propusiera. Si me lo propusiera, claro está.

El post termina con una pregunta muy acotada, que me dejó pensando:

¿Alguna vez te pusiste a mirar los ojos de las vacas cuando van en los camiones de ganado rumbo al matadero?

Y la respuesta es sí, juro que sí.
Íbamos mi amiga Lorena, su padre, su madre y yo por la ruta 2, a visitar a una persona muy querida en su lecho de muerte. Lo suyo era cuestión de horas y nosotros lo sabíamos, como también sabíamos que derramaríamos muchas lágrimas al verla. De ahí nuestros rostros enjutos y nuestra conversación rayana. Las ventanillas abiertas permitían la renovación del aire que se nos enviciada rápidamente ante lo poco que quedaba por decir. Y aunque el viento me golpeaba vigorosamente la cara, yo me negaba a subir el vidrio porque necesitaba oxígeno.

El camión de hacienda se nos adelantó por mi lado. Parecía tener prisa. Como siempre, al verlo pensé “pobrecitas”, pero esta vez, dada mi sensibilidad agudizada por la circunstancia, clavé los ojos en una de las vacas y noté con pena que, como las demás, movía la cola en una contorsión algo nerviosa. ¿Tendrás miedo, vaquita? - le pregunté en mi interior.

Su respuesta fue resuelta y contundente, como una bofetada asestada en tiempo y forma. ¡ZAP! Justo en la mejilla. Un perfecto círculo caliente y oloroso en el centro de mi rostro. Un gigantesco botón marrón que produjo en Lorena las carcajadas más lacrimógenas que le hubiera conocido jamás.

¡Te cagó la vaca! me decía con hipo histérico y doblada en dos.
¡La cagó la vaca! coreaba divertido el padre, que por poco se estrella contra el ganado de tanto darse vuelta para reírse de mí.
La madre acompañaba las risas cual Patán de Pierre-No-Doy-Una, y yo esperaba tiesa y asqueada a que alguien se dignara auxiliarme.

Luego de varios minutos de juerga gratuita, me alcanzaron uno de los pañuelitos que teníamos reservados para la triste ocasión. ¡PUAJ!

Nunca supe si la vaca me quiso decir que se cagaba olímpicamente en mi pena porque igual me la iba a comer, o si simplemente me dió a entender que estaba cagada de miedo.

¡Vaya uno a saber!

20.10.06

ESPÍAS


Lo nuestro es un trato ligero y ocasional. “Buen día” “¿Todo bien?” “Aquí estoy, corriendo como siempre”. Sin embargo, aunque no lo sepas, tu vida me pesa. Me pesa tu historia, que ni siquiera he oído de vos, sino de los labios chismosos —o quizás estremecidos— que me la han contado. Cómo pudiste, es mi pregunta. Cómo se hace, es lo que quiero saber. Y por eso te espío. Te espío a diario, subiendo y bajándote del auto con mochilas, meriendas, cara de sueño y el hueco de tu alma.

Esa mañana en que te pusiste los tacos y te pintaste los labios para ir a la oficina, te lo informó de pasada desde la cama. “Amor, hoy por la tarde voy a ver al médico para que me diga por qué diablos me estoy sintiendo tan mal. ¿Podés ir a buscar a los chicos a la escuela?” Y a las tres semanas, desde la cama de terapia intensiva, no sólo te pedía que los fueses a buscar, sino que los sostuvieras fuerte para enfrentar su partida, que los amases eternamente y no los dejaras aflojar. La leucemia ganaba y ustedes perdían, como siempre perdemos los humanos frente a los caprichos de la muerte. Perdías vos y perdían tus retoños de jardín de infantes, que desde entonces no dejan de saludar aviones porque piensan que un día él aterrizará.

¿Cómo se hace? ¿Cómo se entiende? ¿Cómo se acepta?
¿Te basta el viento para contarle la flamante monería de Nico o el golazo de Pedro, o para compartir la desazón de sus nuevos problemas de conducta?
Quizás no.
Y por eso, los lentes oscuros de la mañana. Por eso tu rostro ido y lavado cuando te conocí el primer día de clase. Por eso tu cara de horas extras para terminar la casa que quedó a medio construir. Por eso tu lucha, la lucha que espío con curiosidad, con algo de morbo, con terror y mucha admiración.

Hoy me alegró tu carcajada; parecía sincera. Como parece sincero el carmín que has comenzado a ponerte en los labios y los tacos que nuevamente llevás en los pies. Ya te teñís el pelo, ya mirás para arriba y hasta sabés quién soy.

Y yo lo noto y me alivio y me alegro, pues pareciera que has dejado de buscarlo entre tus lágrimas para encontrarlo en un rincón del corazón.

El 5 de noviembre hará un año de su ausencia. Y sé que te voy a espiar…

17.10.06

Una ayudita, por el amor de dios


¿Vos usás los stickers?, preguntó.

Era ella señora de alta sociedad, de palabras pronunciadas con la entonación y la soberbia que caracteriza a la exclusividad de su estirpe.
Era yo una persona más de la fila del supermercado, como podía ser el hombre de adelante o la joven de atrás. O de la otra fila.
Eran los stickers un obsequio marketinero del supermercado al cliente por la compra de víveres. A tal importe, tal cantidad de stickers. A tal cantidad de stickers, una toalla de regalo. Marca plebe, calidad estándar, sin acentos exclusivos. A caballo regalado...

¿Vos usás los stickers? repitió altiva. “Te pregunto porque hay personas que no los usan. Y como mi hijo se está por casar y me pidió toallas…yo averiguo entre la gente.”

¿Vos usás los stickers?
A través de sus distinguidas gafas Fendi de última generación, brillaba la misma avidez del mendigo que espera en la puerta para pedir un paquete de arroz.

12.10.06

Tiritar de grandeza

Ay, amigo, vaya cambio. Pensar que, hace sólo un tiempo, mi apetito de vida se devoraba el mundo. Nada importaba más que verlo todo, experimentarlo todo y aprehenderlo entero. El vuelo con más de una escala me permitía saborear varias veces la embriagadora adrenalina del despegue, el vértigo de las nubes y el golpe seco del arribo a tierra. La velocidad del motor me pintaba la cara de viento en un túnel de paredes casi blancas que se parecía al cielo. Y ni qué hablar de la noche. La noche era larga, larga de misterios y tesoros ocultos. Digna de todos los riesgos.

Pensar, amigo, que hoy se me paraliza el latido ante la más mínima mutación sonora en la turbina, ante la noticia de un accidente fatal en la ruta o ante el asalto a mano armada ocurrido a las once de la noche. Abrir el diario me hiela la sangre; y reconocerlo me restringe el camino.

Pero no puedo evitarlo; ya nada es lo mismo.

Sentir respirar sus vidas a mi lado me hace tiritar de grandeza, y la pregunta me retumba en la sien: ¿Quién les curará la tos si yo les falto? ¿Quién me devolverá el alma si ya no están?

7.10.06

Confesiones de una discriminada


Manifiesto haber padecido en carne propia y en carne viva la discriminación, la diferencia y el aislamiento

Corrían los tiempos en que la Argentina era un dechado de limpieza, porque los militares se encargaban de limpiarlo todo, bien a fondo y sin diferencias.

Mi madre prometía diariamente que me llevaría al médico. ¡Es que ya no puedo más, mamá! Bueno, vamos hoy entonces.

Adiós, adiós, nos dijo una vecina que estaba charlando en la vereda, porque en ese entonces no era peligroso tertuliar frente a la puerta abierta de par en par.
Adiós, adiós, nos vamos al dermatólogo a curarle un eczemita que le salió en la cabeza a Laurita, y le pica mucho. "¿Eczemita? Mmmm…. ¡Piojitos!", bromeó la vecina, que era la madre de Ana, mi mejor amiga, y siempre decía cosas osadas y ocurrentes.

La carcajada de mi madre fue sonora y prolongada. Aunque no tanto. Intuyo que le duró hasta el preciso momento en que el médico tomó su gigantesca lupa y, con un salto súbito, se alejó horripilado. “Nena, no se te ocurra tocar nada. ¡Nada de nada! Aguardá en la sala de espera, por favor. No toques nada, ¿entendiste, mi tesoro? Señora, esta chica está llena de piojos…¡pero llena! ¿Me escucha?...¿Me escucha, señora?”.

Claro que ella no lo escuchaba, tan cercana como estaba al desmayo- colapso nervioso, que le dicen-, pálida, confundida, humillada, indignada, sojuzgada, doblegada, espantada, horrorizada y sobre todo, avergonzada. ¿Piojos? Nadie tenía piojos a nuestro alrededor. Nadie, nadie, nadie. Sólo los roñosos, los indigentes, la gente que no podía acceder a la higiene. ¿Piojos? Cosa de libro de biología. Algo que daba mucho miedo.

—Pero doctor —su voz era un hilo aflautado en estado de shock—, si yo la tengo impecable, soy buena madre, somos una familia de bien. Tendremos nuestras desavenencias pero, bueno, la limpieza ante todo. ¿Cómo pudo pasar esto? ¡Qué terrible! Ya mismo la llevo a cortar el pelo. ¡La rapo!
—No, señora, no sea cruel.
—Y bueno, doctor, si está empiojada, es lo que hay que hacer. Se va a tener que acostumbrar.
—No, no lo digo por ella, señora. ¿Acaso usted no piensa en la peluquera? ¿Qué derecho tiene usted a infestarle el local? ¡Desconsiderada de mierda! (esto no se lo dijo, pero lo pensó)

Y así fue que volvimos a nuestro deshonrado hogar, intentando no pasar por la casa de la vecina para no tener que contarle semejante ignominia. “¡Todo por haberte mandado a esa colonia baratieri de la mutual, donde no exigen gorra en la pileta! Mirá, aquí tenés otro y aquí otro. No te muevas, che. Ésta es una liendre, creo. Qué asco. Qué condena. Parecemos los de la villa miseria. ¿Qué habré hecho yo para merecer este castigo? Y tu pobre hermano también se los agarró. ¡Si hasta yo me encontré uno gordo y negro en la almohada! Ya mismo desinfecto los colchones”.

Pese a que ya los habíamos desinfectado el primer día, volvimos a desinfectar colchones, mantas, almohadas, sofás, guantes, gorros, toallas y bufandas al segundo, al tercero y también al décimo día, porque la reclusión duró diez días. Sí, diez días de pelo embadurnado con productos hipertóxicos, pañuelitos en la cabeza y sanguinarias peleas con mi hermanito piojoso, el único niño con quien se podía jugar (los demás niños habían sido advertidos de la tragedia y se atrincheraban espantados en sus respectivos hogares impolutos).

Ese sábado mi abuela había prometido llevarme con ella a la boda de un primo segundo. Pero no, ¡no iban a presentarme en ese estado! Por suerte, la insistencia de mis ruegos se conjugó con el desarme moral de mi madre y logró una tregua momentánea en mi proceso de expiación. Me lavarían la cabeza para quitar el matapiojo y simularíamos ser normales por unas horas. Pero eso sí, al llegar a la casa de la abuela, todo volvería a la realidad. Mi madre había camuflado suspicazmente el pomo de Detebenxil en mi carterita de gala. Y mi abuela casi se infarta cuando amagué ostentar mis pertenencias a una de las pequeñas invitadas de la fiesta.

Por fin llegó el décimo día. El lavado final. Hora y media de peine fino al sol; el sol que volvía a brillar en nuestro decoroso hogar. Limpia como antes, libre de manchas capilares y morales, corrí hacia la casa de Ana para recuperar las horas de juego perdido. ¿Querés jugar, Anita?, le pregunté ilusionada en la puerta. “No, no puede”, me respondió su madre que, como rayo ondulante, se había interpuesto entre nosotras y empujaba a su hija hacia el interior de la casa. “Anita no puede jugar. Adiós.”

Portazo.

Adiós piojosa. Adiós indeseable. Adiós mala nena, me decían al oído los dragones de la baja autoestima que, como los piojos, se me habían instalado en la cabeza con contrato de alquiler vitalicio.


Esta mañana, mientras yo pasaba peines finos, mis hijos se reían divertidos de un piojo muerto que le había encontrado vivo a mi hijo mayor, seguramente contagiado por el hijo de Ana… o por el hijo del hijo de cualquier otro hijo porque, en verdad, ya no se puede diferenciar.

4.10.06

Recetas en do, re, mi


No se diferenciar una trompeta de un saxo, ni recuerdo la composición de un pentagrama. No conozco a Beethoven ni a Mozart ni a Chopin. No soy habitué de conciertos ni aireo mis narices en el polvo de las tiendas de discos. No retengo fechas ni títulos ni autores. Mi ignorancia musical es un hecho lamentable.

Sin embargo, cuando estoy triste, cuando se me traban los sentimientos o se me seca el espíritu, la música es mi única salvación. Nada se compara al estallido interno que me produce una melodía conocida o una canción del ayer. Cual aguas enloquecidas, las notas se me cuelan entre las fibras musculares y anegan cada recoveco de mi aridez.

El acorde agudo golpea la fibra alegre y evoca el anuncio de un arribo soñado, de un berreo esperado o de un beso furtivo en el galpón. El acorde grave puntea en la cueva del adiós, en la impotencia de aquel cachetazo o en la negrura de su traición.

La vida baila ante mis ojos sin orden ni razón, como ruleta frenética que busca posarse en algún sitio. Cuando por fin se detiene la rueda, me siento ante la pantalla y dejo que mis dedos dicten a las teclas el tono de mi concierto interior.

(No se preocupen que no los voy a torturar con "Gracias por la música" de ABBA...aunque ¡juro que lo pensé!)