28.9.06

¿Hiprocresías o derrotas?



Semáforo en rojo.

Pobre nena. Debe tener la edad de Santi. ¿Cinco añitos? Siete, como mucho. Y está descalza. ¿Qué mira? Seguramente, esa casa de palitos de helado que estaba construyendo en la vereda. Debe tener miedo de que alguien se la destruya. ¿Qué vende? Unos chocolatines ordinarios. ¿Quién le va a comprar esa porquería? Se nota que quiere volver a jugar. Pero antes tiene que vender algo, claro. Cuando venga a mi auto, le compro.

Ahí está el tipo. ¡Infaltable! La observa todo el tiempo. Hijo de puta. La guita se la lleva él. ¡Ni loca te doy un centavo, vago de mierda negrero!

La nena se me acerca. Finjo leer un mapa para no mirarla. Me golpea suplicante el vidrio de la ventana. Levanto la vista. No, gracias, querida. Le sonrío para hacerme la buena. Me grita con la mirada; sus pupilas me taladran el tímpano. “Yegua hija de puta. Comprame algo o metete esa sonrisita en el culo. Cuando sea grande, tendré un auto como el tuyo y te aplastaré la cabeza cual cucaracha. Yegua.”

Sí, soy una yegua hija de puta, mi amor. Una de las tantas yeguas hijas de puta que no te dan nada porque ese hombre te explota, porque ese hombre es un negrero, porque es una mafia organizada, porque con esto no arreglamos nada, porque el gobierno, porque tu papá, porque el anticonceptivo, porque el sistema, porque tu madre, porque…

Pero no te preocupes, que ya agarro mi libretita, anoto la escena y la escribo en mi blog a modo de denuncia social.

De nada, corazón. ¿No soy un encanto?

25.9.06

Pechito CONTRA pechito

Te amo. ¿Nos casamos? ¡Dale! ¿Dónde? ¿Cerca de tu familia o de la mía? De ambas. Registro Civil aquí en Buenos Aires, con amigos, parientes, empanadas, vino y conga hasta que salga el sol. Dos meses después, iglesia en Nueva York para dejar contentos a los parientes aunque seamos ateos. Algo sencillo. Onda campestre, mediodía, carpa, jazmines y un buen disc jockey que suavice las patas y las lenguas duras. Atuendo informal para todos.
“Yo voy”, dicen algunos argentinos, todavía bendecidos por la farsa cambiaria del turco Menen. “Yo voy”, dice mi madre, con su amigota incluida. Mi hermano no puede ir y mi padre, no está invitado.
Los americanos son puntuales. La novia no. Llega a la iglesia media hora más tarde, porque en Argentina eso es fashion. En EEUU, algo así se tipifica como pecado capital. No matarás. No llegarás tarde jamás. El fotógrafo, con rigurosa puntualidad, capta en el video ojos indignados que van de la puerta de la iglesia al reloj del reloj a la puerta de la puerta al reloj. Pianista desesperada porque se le acaba el muestrario artístico. El elenco argentino ni se entera porque arriba tarde.
"¡Por fin llegó la novia! ¿De dónde era esta chica? De Brasil, me parece. No, Venezuela. Yo qué se. Ojalá tenga suerte mi sobrino. Ella parece simpática, ¡pero cuánto fuma! Esa de allí es la mamá y esos otros, amigos, según me han dicho. Son del país de ella. ¡Qué chicas tan bonitas! Qué flacas y qué bien vestidas. ¿Se sacarán la capelina para ir a la fiesta? Yo te aviso que me voy a casa y me pongo los short y las zapatillas. En la invitación dice atuendo casual."
"¿Informal, pusiste en la tarjeta, hija mía? ¿En short? Perdoname, Laurita, pero yo no me voy a cambiar. Con lo que pagué por el vestido, me lo dejo puesto el día entero. Y tus amigos, seguro que tampoco harán esa ordinariez."
Mi madre tiene razón. Los argentinos se quedan enfundados en capelinas, sedas y corbatas, mientras que el otro bando opta por la practicidad del zoquete y la camiseta de algodón.
¡Digan whisky! Una foto, otra foto y otra más. Rápido que empezó a garuar. Uy, sonamos, va a llover nomás. Tormentas eléctricas, anunciaban. ¿Lo soportará la carpa que alquilamos?
Larga la música. Repertorio latino de los noventa. Macarena. Pechito con pechito, cachete con cachete. Sedas, capelinas y corbatas a bailar. A bailar, a bailar, chacachán chacachán. Giros, meneos, arrumacos, pechito con pechito, cachete con cachete. La pista se copa con el ejército celeste y blanco, siempre dispuesto a pachanguear. El bando contrario sigue los movimientos con ojos chispeantes y locas ganas de sacudir las cachas, pero todavía no. Necesita un trago más y tal vez otro. Ya está. Con resquemor y disimulo, uno a uno se deslizan por la pista, ladean la cadera, levantan los pies y cha ca chá cha ca chá. Pechito con pechito, cachete con cachete. ¡Per-fec-tou!! La pista bicultural late con ritmo latino, sonrisas cómplices y mudas, los meneos de un cura borracho (es el tío del novio, de confianza), el humo de mis cigarrillos y el compás de las gotas que amenazan con agujerear la lona de la carpa. Pero a mí no me importa, agradezco el diluvio, agradezco el momento y agradezco haberme casado con este hombre, que me hace sentir en las nubes. Bailo, bailan, bailamos, pechito con pechito, cachete con cachete sin parar.

Son las 11 de la noche. El disc jockey se tiene que ir. ¿En serio? Es que....lleva 9 horas aquí, ya le pedimos dos veces que se extendiera un poco más, pero….
Traigan un estéreo que seguimos, dice un argentino alcoholizado. ¡ESOU! responde mi flamante cuñado, colorado y sonriente hasta el tuétano. ¡Pechitou con pechitou! ¡The party goes on!
- Peggy y yo nos vamos, realmente estamos cansados. Fue un día muy divertido, pero largo para nuestro ritmo— me anuncia otro de mis cuñados, el más obediente. —Antes de irnos, queremos ayudarlos a acomodar todo.
—¿Todo qué?
—Las mesas, las sillas…
— Neeeee, ni te preocupes, Tommie. Lo hacemos mañana.
—¿A qué hora? Podemos venir a las 7 de la mañana, si quieren.
—No, no te aflijas—. Desde el rabillo del ojo, advierto que ha llegado el estéreo y siento que empiezan a cosquillearme los pies.
—Pero ustedes solos no podrán con todo.
—Y bueno, en todo caso le tiro unos dólares al tipo de la carpa para que acomode él— sugiero con mi mentalidad esclavista de todo por dos pesos.

Tommie se dirige a mi marido.
—Nosotros nos vamos, pero Laura me dijo que habían contratado a la empresa que les alquiló la carpa para que los ayude.
—No, que yo sepa, ellos no hacen eso. Mañana vienen a buscar todo temprano.
—Ah, en ese caso… ayudamos ahora.

Una intención lleva a la otra y nadie quiere pasar por haragán. Silla contra silla, mesa contra mesa, todo apilado, todo levantado en cuestión de segundos. En el estéreo se oyen los acordes de pechito con pechito y, a lo lejos, un borracho perdido baila solo, el muy zángano. Un auto me espera junto a la carpa para que no me moje las ampollas de los pies. El lugar está impecable y mañana no tendré que levantarme a las siete para venir a ordenar el hoy divertido caos de mañana (como en el festejo de Buenos Aires).

¡Pero se me acabó la fiesta!

20.9.06

Las molestias de sufrir

Con Miranda, fue amor a primera vista, pero le molestaba que durante su viaje de mochileros, ella durmiera en los trenes en vez de abrir el periódico y mantenerse informada. También le molestaba que hiciera ruido al comer chicle, que fuera tan ermitaña y no tuviera motivación para seguir estudiando. A Miranda no podía ofrecerle compromiso porque eran muchos los aspectos que le molestaban de su persona. Con abundancia de lágrimas, Miranda lo dejó. Y él sufrió.

Fue entonces que apareció Sonia, llena del sex appeal que lo cegaba de pasión. Sonia hubiera sido perfecta de no ser por su adicción al trabajo, su tacañería, su guerra declarada contra el portero del edificio y su manía de sesear al hablar. Sonia pretendía hacer planes a futuro, pero él no podía entregarse a una persona así. Al menos, por el momento. Con pronta determinación, Sonia lo dejó. Y él sufrió.

La onda con Elena fue instántanea. Parecían almas gemelas... hasta que ella empezó a mirar novelas, a hablar de bebés y a no sacarse los tacos ni para bañarse (usaba ojotas con plataforma) porque odiaba sus piernas cortas. Eso a él le molestaba. Le molestaba verla levantarse de la cama en tacos y le molestaba la forma en que torcía ligeramente el labio superior cuando miraba los culebrones de las cuatro de la tarde. Nunca le hubiera consentido la idea de un bebé compartido, teniendo en cuenta el rosario de defectos que le presentaba. Con el labio superior torcido, Elena lo dejó. Y él sufrió.

Harto de tanto sufrir, se fue a vivir con su madre.

18.9.06

Heridas del mal humor


Benito, hamster amigo. Girá en la rueda, vení hacia mí, dormí conmigo. Te quiero. Vamos a practicar el salto. Del tronco a la rueda y de allí, otra vez a girar. Practicá, practicá, Benito. ¡Qué lindo sos! Blanquito y suavecito. Todo mío. Te quiero tanto como lo quería a mi papá. En realidad, a mí papá todavía lo quiero, aunque se haya ido al cielo. Seguro que está super orgulloso de tus saltos. Saltá, Benito. Yo te ayudo. No te preocupes por los gritos de Carlos. ¿No sabés que el marido de mi mamá siempre está de mal humor? A mí me dice burro y haragán, pero no me importa. Benito, girá en la rueda. Yo te ayudo. Dale, vení.

Sí, Carlos, ya te escuché. No, todavía no hice la tarea. ¡Claro que te estoy escuchando! Es que a Benito se le enganchó la patita en la rueda. Esperá. Sí, te escucho, Carlos. No grites que Benito se asusta. Carlos, sí que te estoy prestando atención, pero Benito no es un ratón de mierda. No le digas eso. ¡Vos no sabés nada!

Carlos, dejá a Benito. Carlos, no, Carlos, no, Carlos, no. ¡Por favor, Carlos! Dame a Benito. No lo aprietes así, que le duele, pobrecito. Carlos, dámelo, ¿qué hacés? No abras la ventana que el tráfico de abajo lo aturde mucho. Carlos... Carlos, no.

¡Carlos, NOOOOOOOOOOOOOOO!! ¡¡ESTÁS LOCO???!!

¿No ves, hijo de puta, que Benito todavía no aprendió a saltar del octavo piso?

15.9.06

Llanto



Era uno de esos días en que un muro negro e infranqueable parece erigirse ante los ojos. Nada es posible; todo se antoja signado por el fracaso, la angustia o la incapacidad de llegar a buen puerto. Era un día triste, lánguido y oscuro. Un día desprovisto de la potencia del motor. Y ella quería gritar, quería pegar, quería patear, pero ni siquiera tenía fuerza para identificar el blanco de su ataque. Era el empleado de la tienda, era el jefe, el profesor, el marido, la amiga, el hijo y el motorista del tren. Eran todos aquellos que sonreían felices ahí afuera, liberados del encierro de ser ella y de habitar este cuerpo tenso, malhumorado y abatido.

¿Qué te pasa?, le preguntaban. Yo qué sé, les respondía.

Poco tardó en averiguarlo. La intimidad del baño le reveló el misterio carmesí. Y sonriendo aliviada, comprendió que su cuerpo necesitaba llorar su femenil llanto de cada mes.

13.9.06

Silencio

Primero le susurraba suavemente al oído, pero luego comprendió que los gritos daban mejor arrastre a sus mensajes. Pronto los gritos se hicieron sordos. El canal de comunicación estaba irreversiblemente obstruido, quién sabe por qué.

Y apareció el silencio, que se instaló obstinado.

Andaba por la casa respetando las fronteras que le imponía su deseo de no hablarle. Su propia madriguera -siempre un remanso- se le había tornado un campo minado. Si iba a la cocina y estaba él, recogía lo que necesitaba y enseguida huía hacia otro sitio. En el baño intentaba no rozarlo si él entraba mientras ella se cepillaba los dientes. Fronteras internas, construidas por el miedo y la razón. Temía encontrarse con él y abofetearlo, o bien mirarlo y abandonarse a la pulsión de abrazarlo sin tregua. Caminar por el borde le permitía contemplar dos estados sin entregarse a ninguno. Con la coraza rígida y el rostro impávido, con la “tranquilidad" de no hacerse cargo de nada. Hasta cuándo lo soportaría, era la pregunta. ¿Sería capaz de cerrar la puerta para siempre? ¿Y de qué lado se quedaría? ¿Del lado del viento que aja la piel? ¿O del lado de la putrefacción maloliente?

Inoperancia exigente

La veo colgar la camisa recién planchada. No, recién planchada no. Eso ni siquiera es planchar. Eso es enchufar la plancha y apoyarla sobre la arruga para darle un toquecito de calor antes de colgarla en la percha. Si mi marido ve eso, se infarta. Pero ella me mira, con el brillo de unos ojos oscuros que se me antojan de perro. Igual de desamparados. Igual de confundidos.

-Mirá, creo que habría que volver a intentarlo.
-Está bien, me dice.

Siempre todo está bien en la cabeza de esta chica, cuya única ruta de vida será, por derecho de sangre, el empleo doméstico. Incluso está bien lo que no está bien, lo que a simple vista es un desastre, un abuso, un horror. Está bien es sinónimo de no me dan las fuerzas para decir otra cosa. No puedo contradecir a nadie. Estoy acostumbrada a que se me regañe, a que se me vapulee y nunca se me considere.

-A ver si intentás con esta blusa de seda, que quiero ponérmela esta noche. Una pasada suave para que no se queme. Cuidado. Procurá que la plancha no esté demasiado caliente.

Al regresar la blusa, me convenzo de que la chica no sabe planchar. Simplemente no sabe. ¡Pues habrá que explicarle entonces!

La llevo abajo y, con la determinación y la arrogancia de mi rol patronal, acomodo la blusa en la tabla mientras explico cada uno de mis actos (se co-lo-ca la blu-sa en la ta-bla y lue-go…). Estiro la seda, acerco la plancha, aventuro un movimiento, aventuro otro y posiblemente otro más. La arruga persiste. La arruga no sólo se niega a salir sino que, además, se traslada a otro sitio. Y de allí, hacia atrás. Y al frente y al costado y al cuello, en perfecta multiplicación de la especie. Comienzo de nuevo, nunca abandonando la retórica explicativa de mi acción, que empieza a tornarse un tanto inexplicable. La blusa sigue arrugada, mis esfuerzos no me llevan a ningún sitio y la lección magistral va perdiendo sentido.

-Es que la seda es…. es… (hablo con la lengua entre los dientes, para frenar la puteada)… muy traicionera.

Pero orgullosa, no desisto en mi afán de enseñar lo que no sé. Los ojos negros me miran y nuevamente aparece la expresión canina. ¿Me tendrá pena? En rigor de verdad, el cuadro es penoso. Se supone que debo dar el ejemplo. Me saltan las gotas de sudor, la tela se arruga cada vez más y yo ya me he cansado de esta faena tediosa.

-Me parece que la plancha no calienta bien… Por favor, andá a ver qué hacen los niños allí arriba. Estoy preocupadísima. No hay que dejarlos solos.

Al fin me libero de los ojos negros aprendices. Ojos testigos, ojos acusadores de mi ignorancia respecto a lo que exijo. Continúo el intento, aunque quisiera salir corriendo.

Medio segundo después, ella regresa.
-Los niños están con el papá. Están bien. (Siempre todo está bien)
-Bueno, andá a hacer alguna otra cosa, o a descansar, mientras yo me encargo de la blusa-, le digo con la desesperación de sacarme sus ojos de encima.

-¿Pero en serio no quiere que la ayude, señora?-me responde-. ¡La blusa le quedó arrugadísima!
-No, gracias, Carmen. Esta noche hará demasiado frío como para usar seda.

8.9.06

¡Harta de rendir examen!


Estoy harta de rendir examen de dactilografía cada vez que pretendo dejar un mensaje. Debatirme, con los ojos semicerrados a un milímetro de la pantalla, si la segunda letra será una c, o simplemente una d cuyo palito quedó escondido bajo la z. ¡Hasta cuatro veces he llegado a tipear conjuntos de letras para lograr comunicarme con el mundo!

¿Distracción, prisas, problemas de vista, necesidad de mayor graduación en los anteojos?

Me pregunto quién habrá decidido que el requisito de “seguridad” (???) para bloguear es demostrar que uno no es miope ni escribe con dos dedos sin mirar la pantalla.

5.9.06

Qué es bloguear, me preguntaron



¿Qué es bloguear? - me preguntaron.

Bloguear es encontrar un rincón afín dentro de la inescrutable vastedad del ciberespacio. Es contemplar el reflejo de las propias letras a la luz de las letras ajenas, sin la pavura que producen los grandes nombres consagrados.

Bloguear es navegar y avanzar por aguas desconocidas, con el impulso y el vaivén de las diversas mareas.

Bloguear es remontarse a antiguos trechos del camino y reconocer los pasos recorridos, aprendidos u olvidados. Es enternecerse ante un comentario joven y apabullarse ante las escaras que deja el andar.

Bloguear es crear ficciones permanentes, imaginar caras, conjeturar vidas; reinventarse en mil espejos con las pantuflas puestas.

Bloguear es pensar, es llorar, es reír; es saltar subrepticiamente hacia los túneles de la vida que mejor anestesian la rutina.

Y seguro que me quedé corta con la respuesta…

Cámaras cómplices


Hace unos días fui a ver la última película de Almodóvar: Volver. Si bien no puedo afirmar que me gusta el cine de Almodóvar, he visto casi todas sus películas y, cual más cual menos, siempre las disfruto. ¿Por qué será?, me preguntaba ayer. Los argumentos no suelen ser demasiado contundentes. Y si lo son, en general no se ahondan en todo su potencial. Tampoco conozco a Almodóvar como persona. No lo he escuchado hablar por televisión (soy una irremediable negada de la pantalla chica) ni he leído muchas entrevistas con él, más que algún pequeño comentario que resultaría irrelevante a la hora de emitir juicios.

¿Qué es lo que me atrae entonces? Creo que se trata del absurdo. Su obsesión de posar la cámara en esos detalles idiotas del ser humano que nos hacen reír de tan reales y tan nuestros. Me gusta reírme de mí misma, me gusta reírme del intento infructuoso de esconder nuestras bajezas, de "civilizar" nuestro gran lado animal, de hacernos los buenos, los poderosos, los correctos.

Reparar en el bolo alimenticio que se escapa de la boca de un prestigioso orador para aterrizar en la solapa del interlocutor. Recalcar los interminables giros de la hija de la finada, besada en círculo por las viejas llorosas del velorio, con lágrimas de secado instantáneo ante la aparición de un objeto de chismorreo. En fin, tonteras que bien se podrían encontrar en esas comedias de Hollywood que detesto, pero que en Almodóvar adquieren un sabor especial por estar sazonadas con su dramatismo grotescamente afectado.

Almodóvar posa la cámara donde yo poso mis ojos y, agigantados, muestra esos sinsentidos acartonados de los que me gusta reír. Supongo que me ofrece una especie de complicidad ante las ridiculeces e hipocresías de la vida...

1.9.06

Brazos


¿Quién te mecía en los brazos?

¿Te mecía la pureza del amor, o acaso un sencillo deseo de seguir al rebaño?
¿Te mecía la vanidad de la divina trascendencia, o la obsesión de perpetuar el azul de unos ojos?
¿Te mecía el afán de retener el amor que volaba hacia otra sábana?
¿O quizás la fiebre de reivindicar el pasado; la frustración de no ser médico ni bailarina ni magnate?
¿Te mecía la juventud tronchada? ¿O tal vez la vejez temida?
¿Te mecía la sed de crear un testigo, otra víctima, un aliado?
¿Te mecía el sosiego de un vientre otrora estéril?

¿Quién es que te mecía?
¿Te mecía el magro sueldo de quien añoraba mecer capullos propios?
¿Te mecía la soledad, la ilusión de eterna compañía?
¿Te mecía la bronca de no haberse atrevido a eliminarte?
¿O te mecía, con una amplia sonrisa, la secreta culpa de no amarte?

¿Quién te mecía en los brazos?