23.12.07


Se abre la puerta de la 4x4 y sale él de la canasta que le han puesto para que no llene de pelos el tapizado. Enorme el espacio que lo recibe, frescos los eucaliptos del aire, inalcanzable la línea del horizonte.
El perrito de ciudad, cemento, reja y bolsita fecal se envalentona al ver cómo su melena de crema enjuague aterroriza ágil a una docena y media de ovejas. Una de ellas se desmaya. Otras tiemblan contra la tranquera. El perrito se siente dueño de la inmensa libertad que lo rodea. Su ama se quita las gafas de sol y saluda complaciente a la peonada. Ella también es dueña.
Cuando los grillos anuncian la noche y salen los batracios, el perrito urbano hinca sus colmillos altaneros sobre un sapo que pasea tranquilo en la sombra. Es un sapo pequeño. Un sapo ignorante y campesino.
Disculpa, perrito, le dice el sapo, pero voy a tirarte el veneno con el que defiendo mi vida. En un par de minutos quedarás tumbado en el césped, espumosa tu boca, convulsionados tus músculos, enceguecidos tus ojos. Se te contraerá el estómago y vomitarás. Se te tensionará el diafragma y te ahogarás. Tu ama correrá desesperada y, frente a los hombros encogidos de peones y bichos nocturnos, te cargará en la 4x4 al grito de “amor mío, no te mueras, mamita está aquí, ya te lleva al doctor” rumbo a la casa del veterinario, al que suplicará posponer su asado de sábado por la noche para resucitarte. Vos seguirás gimiendo y convulsionando porque estás a punto de morir. Y porque aquí, perrito urbano, tenemos nuestras propias reglas, que todos conocemos y respetamos. Sabemos que con la yarará no se jode, que las tarántulas son letales y que las ovejas no están para ser desmayadas, aunque sea fácil asustarlas. Éste es un orden que desconoces: el orden rural. Un universo que tu sabiduría urbana ignora por completo. Vos sabrás protegerte contra los carteristas y usar las escaleras mecánicas sin que se te trabe la pata, pero hasta el más pequeño de nuestros seres logra atemorizarte y ponerte en peligro. ¿Has traído el repelente? Lo pregunto porque, cuando por fin resucites tras dos inyecciones de Decadrón y una larga noche de delirio, fiebre y llamadas angustiadas a tu veterinaria porteña a las 4 de la madrugada, saldrás nuevamente al mundo (si hubieras nacido en nuestro universo, hoy estarías tocando el arpa) y te picarán los mosquitos, los jejenes, las avispas, las abejas y todo aquel ser vivo que tenga hambre y habilidad suficiente para saciarlo. También nuestros perros se acercarán a tu alimento balanceado para intentar robarlo (deberías echarle llave si tanto te enfurece).
Así vivimos aquí, amigo. Sin protector solar ni respiradores artificiales. Vivimos y morimos por ley natural. Ya ves a Rosita, la lechona tan simpática que quisiste atacar al llegar. Se la comerán en Navidad y por eso la han puesto bien gordita. Tu dueña casi sucumbe de pena cuando se lo contaron. Qué crueles, acusó a los peones. Porque ella, como todos ustedes, citadinos, no quiere saber de la muerte. No la entienden como parte elemental de la vida. ¿Acaso no tapan los ojos de sus hijos cuando ven una paloma muerta, para evitarles el desagradable espectáculo? Luego comen el carré de cerdo con puré de manzana, pero ése es otro tema. La vida es mucho más simple de lo que ustedes la dibujan. Es cruel. Es injusta. Pero así la aceptamos aquí, sin rejas ni alarmas, con olor a bosta y con moscas en la tabla de amasar el pan.
Mi veneno fue un simple antídoto contra tu prepotencia de metrópoli. Me alegro de que hayas zafado de la muerte y de que, en este pueblo perdido en la más recóndita esencia de la vida, hoy tengamos conexión a Internet para que tu amita lo cuente humildemente a sus amigos junto al saludo de Navidad y Año Nuevo.

¡Felices Fiestas desde Corrientes, Argentina!