30.4.07

Borradores de viaje (4a. parte)


¡Qué frío hace! No quiero levantarme de la cama. No quiero quitarme la ropa para ducharme. No quiero caminar sobre las baldosas heladas. ¡Quiero calefacción! Mi cuerpo se ha convertido en un cuerpo monoclima de 22 grados centígrados en baño, cocina, auto, oficina, patio y piscina, termostato digital sin fósforos ni chispero. Mi cuerpo se ha olvidado de aquellos inviernos modelo ‘70 de cinco cobijas en la cama y narices congeladas en el trayecto hacia la inocua explosión de encendido de la estufa Eskabe. Mi cuerpo también ha envejecido y, como buen árbol añoso, necesita tiempo para hacerse a un nuevo suelo. Ya no puedo, como antes, dormir en cualquier banco de estación y despertar sin más. El tiempo endurece la masilla y no es tan fácil amoldarse a la ocasión.
—Aquí no se necesita calefacción porque el adobe retiene la temperatura, dictamina Don José Dueño.
Y de tan pintoresco y tercermundista, el sistema le congela los pies a los gringos y las ganancias a la hostería.
Qué más da, qué más da, qué más da, me repito en la ducha caliente. ¡Machu Pichu nos espera y qué más da! Canto canciones tontas, hago monerías frente al espejo, bailo de frío y río de felicidad. Y hasta me parece que me pongo un tanto cargosa; pero qué más da.
Los tres secuaces de Doña Irene nos preparan la vianda y, cual colegiales en día de excursión, la aceptamos contentos antes de despedirnos de los perros blancos y partir en taxi rumbo a la estación del tren que nos llevará a Machu Pichu. Una vieja desdentada nos intercepta en el camino con gesto suplicante. El taxista le habla en quechua y le dice que no. Lo mismo ocurre con otro hombre que renguea por la ruta de montaña. Ambos querían llegar a la estación de Ollantaytambo antes del mediodía. Pero sólo llegamos nosotros. Y nos encontramos con otros miles de rengos y desdentados que, bebé, canasta y buena educación a cuestas, ruegan se les compren sus sombreros, cintos, carteras, rollos de foto, guisos de arroz, postales y chicharrones. Esperamos la llegada del tren. Las cabezas nórdicas asoman blancuzcas y ensombreradas entre la retacona multitud mercantil. Dicen no. Dicen no. Dicen no. Dicen sí. Pagan. Saludan en español de guía turística. Comen los productos con desconfianza. Y terminan exasperados por la insistencia de las moscas vendedoras que ya no saben cómo espantar.
Los niños juegan sin reparar en nada. Tienen la naturaleza pegada en las mejillas y los ojos límpidos. Me prendo en la belleza de un colorido bollito humano que emana inseparable de la espalda de su madre. Unificados en un mismo aire y un mismo paso.
Pregunto precios y me deleito cuando me llaman señorita, aunque sea con fines lucrativos. Señorita, compre, señorita, por favor, señorita, ayúdeme, se lo dejo baratito, señorita, por favor.
Y es ahí donde Señorita comete el grave error de posar sus ojos en una manta de alpaca. Porque dondequiera que vayan los ojos fisgones de las señoritas, estarán los ojos de lince de las señoras vendedoras. Listas para el acecho. Conscientes del interés y la tasa del dólar. Setenta y cinco soles, señorita, son veinticinco dólares, baratito, señorita. Alpaca pura, mire. Bien abrigada. Muy caro, señora, le digo. Entonces setenta, señorita. No, gracias; es caro (pero es suave y la toco y la vuelvo a tocar y me parece aún más suave). Sesenta y cinco, señorita. No, gracias, ahí viene mi tren. Debo irme. Señorita, por favor. Por favor, señorita.
Subo al tren con la manta de alpaca incrustada entre el deseo y la pena. Pero la billetera la tiene mi marido y yo pago el precio de la despreocupación económica: ¿la puedo comprar?
Ofrecele cincuenta, me autoriza. Asomo la cabeza por la ventanilla, del lado de la vía. Se me acercan cuatro vendedoras, pero ninguna es ella, la que yo quiero.
—Quiero a la señora de las mantas de alpaca.
—Ah, sí, la Pachita. Ya se la llamo, 'ñorita.
Pachiiiiiitaa, Pachiiiiiitaaaaa, Pachiiiiita. Pachita oye el llamado desde muy lejos y echa a correr por las vías arrastrando sus setenta años y su abultada mercancía.
Ahí viene, mirala, pobrecita, con tanto interés. Mira qué frágil es. ¿No te parece poco ofrecerle cincuenta? Es humillante. No, no lo es, me responde seguro y desafiante Él.
—Cincuenta y se lo compro, señora.
—No, señorita, con eso no gano nada, señorita, déme sesenta, por favor, que necesito.
—Cincuenta o nada.
—Sesenta, le estoy haciendo precio porque quiero comer, señorita. Por favor, señorita.

La Señorita conmovida pasa el mensaje al portador de la codiciada billetera. Cincuenta, me responde desde el asiento. Sesenta, se planta Pachita. Cincuenta, insiste él. Y mi cabeza va del asiento a la ventanilla, de la ventanilla al asiento, en un ping pong sin vencedores ni vencidos. Transacción imposible, me convenzo, y comienzo a cerrar la ventanilla ante los ojos suplicantes de la arrugadísima Pachita, que se cuelga del tren y golpea el vidrio y me llama señorita y me grita desesperada con la voz quebradiza y vieja y pobre y fea y analfabeta y mendigante y desdichada y humillada e ignorante e inferior y desafortunada de la vida y pobre mujer y…
¿Y dónde carajo te quedó el corazón de hombre bueno con el que me casé, eh? Por diez miserables soles no le compras a esta pobre mujer, que puede ser mi madre o mi abuela o la tuya, y necesita vender porque si no, no come. Sos un despiadado, insensible, cruel, patán….
Dos lagrimones me tapan la boca y quedo callada mirando hacia abajo. Triste, culpable, mala... mala tan mala con estos pobres indios, que sin nosotros no viven.
Pachita no afloja. Camina por las vías hacia el frente del tren, y de allí al andén y de allí a la ventanilla donde yace firme la billetera que no se abre. Escucho voces que hablan, negocian, sí, no, sí, no. Presto poca atención porque estoy triste y no soporto más la iniquidad.
De repente, la tibieza de la alpaca se me sienta en las piernas.
—Aquí tenés. ¡Toda tuya! Tus lágrimas me conmueven más que las de Pachita.
— ¿Cuánto pagaste?
—Sesenta.
Sonrío burlona porque finalmente el débil le ha ganado al fuerte, el ignorante al que lo sabe todo. Siento justicia divina y sonrío.

—¿Cuánto cuesta esta manta, señor?—pregunto. Es la misma exacta manta que me vendió Pachita, pero exhibida en un puesto de una reconocida feria turística.
—Cuarenta y cinco soles, señorita. Pero se la puedo dejar a cuarenta, si me la compra.

No, no hace falta. Ya la compré por sesenta soles a una señora que creí débil, ignorante e inferior porque no conocía la computadora ni la calefacción central. Una mujer que "sólo" sabe ganar impulso con el viento de la montaña y que, entre risas desdentadas e hilos de alpaca, sabe tejer a diario las ásperas artimañas de la supervivencia. Una mujer que sabe, más allá de mí. Y mejor que yo.

25.4.07

Borradores de viaje (3a. parte)


No puedo negar que Cuzco me conmueve tanto como Qosqo. Pero me callo la boca. Las construcciones españolas son bellísimas, como lo son en otros puntos del continente, donde pagamos fortunas por apreciarlas. En Qosqo, sin embargo, los vestigios coloniales han de mirarse con desconfianza y de refilón porque la idea es deslumbrarse con el elemento inca. Los turistas nos ponemos la lente de la historia que más se adecua a nuestro paquete vacacional.

Seguimos el tour, entonces, con el emblema de un poncho colorido en el corazón. A medida que pasa el día, Roni va perdiendo sus bríos matinales y, de amigazo-indígena-papá-del-pequeño-Fabián-de-tres-años-que-va-a la-escuela-por-la-mañana-y-a-la-tarde-se-queda-con-su-tía-Flora-que-le-da-los-gustos, se convierte en un distante guía de turismo, callado y frustrado ante mi indecisión de comprar artesanías en el lugar que él recomienda porque sutilmente ha negociado una buena comisión a nuestras espaldas.

Está bien, Roni, ya nos vamos a Valle Sagrado y te dejamos tranquilo. El día es largo y cuesta ganarse el pan entre estos turistas que ni siquiera tienen el recaudo de dejar de hablar de abultados sueldos y enormes propiedades durante el exquisito almuerzo que comparten con vos. Pero no los culpes, Roni. En el fondo son buena gente, preocupada por la pobreza del mundo. ¿Acaso no los oíste decir que eran feligreses de la iglesia cristiana de los últimos santos del pentecostés universal de Kansas?
Adiós, Roni. Gracias por tus enseñanzas, que no han sido pocas. Me encantó conocerte, aunque sólo te acuerdes de mí hasta el momento en que le compres la leche a Fabián con la propina que te dimos.

La ruta montañosa sube y baja. Los Andes acompañan el viaje con su silencio fotogénico y soberbio de siempre. Maravillosas vistas. Maravillosa sensación de estar en medio de la nada. Diminutos pueblos perdidos, donde una oveja nos saluda junto a su pastor. Hoy es sábado. ¿Qué hará esta gente los sábados? Me aburro de solo pensarlo y sigo cantando mi canción andina. Estoy feliz.

Hablo con el chofer del vehículo que nos transporta. Su acento me recuerda al de Senovia, la boliviana que trabajaba en lo de mi madre. ¿Usted, señor, es boliviano o peruano? Peruano, quechua-hablante. ¡Ahí está la respuesta a la similitud que percibo! En la hermandad de todos estos pueblos andinos, quechuas de sangre; peruanos, bolivianos, argentinos, chilenos, colombianos y ecuatorianos por imposición. Su primer idioma es el quechua y el segundo, el español, que todos hablan con un mismo acento, cual nación clandestina que une sus manos bajo la tierra.

Por fin llegamos a la hostería del Valle Sagrado, al pie de los nevados de Pumahuanca y Chichón. Es pequeña, acogedora y vistosa. Nos reciben cuatro perros blancos, enormes, peludos y malcriados, que contrastan, en color, tamaño y status social, con los tres sirvientes que se encargan de nuestro equipaje. Don José Dueño nos tiende una mano afable y Doña Irene Dueña-Chef nos aprieta con un excesivo abrazo de dólar por venir. El fin de semana sólo les ha aportado tres huéspedes, pero ellos no necesitan más propaganda porque el boca a boca les funciona fenomenal y se han ganado una excelente reputación entre los americanos amantes de Sudamérica. Son peruanos, limeños, cultos, sesentones y aparentemente aristocráticos. Hablan con su personal en quechua. ¿Cómo es eso, Don José? Me lo enseñó mi nana de pequeño. Mi madre también lo hablaba. ¿Su madre era india, Don José? No, que va, m'ija. También se lo había enseñado su nana—me responde.
Cual institutrices alemanas y francesas—pienso. Y me dejo transportar por el delicioso pisco sour que me ofrece.

20.4.07

Borradores de viaje (2a. parte)


Canto, despego y saludo a mi vecina de asiento, pero ella es demasiado fina para hablar con extraños. ¡Y eso que me vine con tacos! Dormimos como angelicales siamesas de cráneo, pelo contra pelo, pero no nos saludamos porque no nos conocemos.

Lima, aduana, fila y Luis Eduardo Aute en mis oídos. La vida con música es hermosa. Parece una propaganda de televisión y yo, una espectadora entretenida. Tan entretenida que espero mi valija en el sitio equivocado. No es inusual. Pero tengo la excusa de estar cansada. La una de la mañana, me informa él, mi ÉL, cuando me abraza sonriente al llegar y le pregunto la diferencia horaria entre Perú y Argentina. Vamos al hotel, darling. ¡Vaya hotel! De esos con camas mullidas de tres metros de alto, y mantas peluditas y vaporosas. Paga el trabajo, claro. ¡A dormir se ha dicho! No te entusiasmes, que en dos horas salimos para Cuzco. ¿En dos horas? Y bueno, serán dos horas de reina. Reina convertida en ogro al despertar. ¡Come on! Desayunar a las 4 y media de la mañana no me hace gracia. Y además, ¿quién entiende este menú? ¿Acaso no tienen una media luna común y corriente, algo normal como tenemos en Argentina? ¿Qué diablos son los palitos de ajonjolí? ¿En qué español hablará esta gente? El mozo me mira con odio. Sí, ya sé, muchacho. Soy argentina y podría suicidarme tranquilamente desde la cima de mi ego, ya lo sé. Conozco el chiste, gracias. ¡Pero tengo sueño!

-No te preocupes, que en Cuzco dormiremos toda la mañana antes de salir a recorrer. Calentitos y cómodos en la hostería que contraté para los dos.

¡Hurra! ¡Dormir! Vuelo a Cuzco con la ilusión de un colchón. Lo siento, no puedo ser más intelectual. Con hambre y sueño, se me va al diablo la sofisticación. Y encima, hace un frío terrible. ¡Acotadísimas las sandalias que puse en la valija! Hoy en Cuzco amaneció más frío que nunca, nos anuncia Roni, el guía enviado al aeropuerto por la anhelada hostería que espera con sus tibios colchones. Pero no todavía, dice Roni. ¿Ah, no? La hostería no queda en Cuzco, sino en el Valle Sagrado. Iremos allí luego de recorrer Cuzco. ¿Y ese “luego”, a qué hora sería, Roni? Cinco o seis de la tarde.
¡Pero son las siete de la mañana!
Bien, me meto el sueño en el bolso de mano y bebo de un sorbo el té de coca que me ofrecen en la "casa de descanso” donde nos lleva Roni. Un lugar de paredes verdes y rosadas. Adobe adornado para el turista con lo que Mr. Turista desea ver, dentro del presupuesto y el gusto local. Roni habla inglés. Lo habla muy bien. Roni, ¿dónde naciste? ¿Sos Inca? No, soy machiguenga. Soy de la selva al este de los Andes, allá lejos, en la entrada del Amazonas, donde nadie llega porque hay muchas pestes y muchas enfermedades y el mes pasado murieron de fiebre 30 exploradores de piel blanca. Roni, ¿quién te enseñó inglés? Yo solito, hablando con los extranjeros cuando vine a vivir a Cuzco. Me crié en la selva, sin moneda y con sistema de trueque y con doce hermanos que hablaban quechua como yo. Porque mi clan era nómada y...
¿Tu clan, Roni? ¿De verdad tienen clanes, Roni? ¿Cómo en los libros de historia, Roni? Roni, pero qué burra soy. Si hasta pensaba que ustedes no iban a la escuela y sólo hablaban con las llamas y las vicuñas y vivían porque el aire es gratis. Pero no, Roni. Parece que en la selva hay escuela primaria y escuela secundaria y que aunque no muchos la completan, los maestros se esfuerzan por enseñarles el mundo para que ustedes emigren a Cuzco (la gran metrópolis, que le llamas) a forjarse un futuro entre nosotros, los turistas que venimos a apreciarlos como a monos de zoológico. Roni, ¿es que acaso hay algo que no sepas? Me has respondido a todas las preguntas que te hice, indio de la jungla impenetrable y llena de bichos. ¿Serán tus tres años de licenciatura en turismo o será tu cabeza indígena tan apta para la supervivencia? Roni, pasamos el día a tu lado y nos hablas y nos hablas de historia, de geografía, de lingüística. Y aunque me mareo por la altura y me quedo sin aire y termino en la enfermería del Coricancha (Patio del Sol) con máscara de oxígeno, he llenado mis oídos, mi nariz y mis ojos de este mágico lugar, donde aún se escucha el grito de un Inca abortado para siempre. Abortada su veneración a la luna, al sol y a todo lo que emana de la sagrada tierra. Abortada su visión progresista de la vida. Arquitectura, medidas, orientación, declive. Todo fríamente calculado para que el terremoto no matara a sus criaturas. Piedras impecablemente alineadas y encastradas. Construcciones perfectas que Don Conquistador del Viejo Mundo parece haber valorado bastante. De hecho, la Iglesia de Santo Domingo fue erigida sobre los óptimos cimientos del patio del Sol, levantado por tu hermano Inca, Roni. Se tiró abajo lo que no les servía, y se rescató lo más valioso. Como las estatuillas de oro, Roni. Tanto les gustaron a los conquistadores, que se las llevaron íntegras. Y, a cambio, les dejaron sus dioses, sus cristos y sus santos llorones. Se los incrustaron en la garganta para que los digirieran más rápido. La palabra Cuzco es prueba de ello. QOSQO la llamaba el Inca y CUZCO la deformó el conquistador, a patadas y estiletes. Por CUSCO se decidieron ustedes, mitad indios mitad otra-cosa-que-no-se-define-bien, cusqueños orgullosos de su origen, pero resignados a ser de otro.

Cusco es un triste término medio para lo que nunca debió haber dejado de ser Qosqo.

17.4.07

Borradores de viaje (1a. parte)

Mmm! ¡Qué tentador! Son pocos días y la propuesta es imperdible. Al menos eso creo. No lo sé. Alguna vez estudié la historia. Alguna vez alguien me contó que había ido. Alguna vez dije que Mach Pichu sería un sitio fascinante.

Pero eso es todo. Lo demás no me interesa. Sólo estar allí y saber qué siente mi cuerpo en ese ambiente. Prefiero la sorpresa; la inocencia ciega que se esfuma lentamente a medida que abro los ojos y mastico y digiero y asimilo el entorno hasta defecar mis prejuicios.

Viajo sola. Sola, sola, sola. Me puse las botas de tacón y un pantalón de vestir. Hoy quiero ser una viajera elegante, autónoma y segura. No zapatillas desflecadas ni mochilas militares. Tampoco sonajeros ni bolso de pañales. Ya no perderé el vuelo ni me olvidaré, despeinada y traviesa, el pasaporte. Hoy extraeré mi billetera de piel de lagarto y, con uñas pintadas y tranquilas, mostraré los documentos necesarios para el embarque. Caminaré por los pasillos, madura de tacón, moderna de MP3, acompañada por Sting. Me detengo en la fila de la aduana. La libertad del mundo aguarda para diseminarse a sus rumbos de distinto color. Gorras de béisbol, trajes sastre, pelos largos, pelos cortos, cueros brillantes y lonas desgastadas. Todos esperando para embarcar. Todos y yo, y mi orgullo de ser libre y estar bien peinada. Con la frente alta y mis tacones elevados a la altura de los años que llevo en esta vida, de los muchos aeropuertos y las muchas despedidas acuñadas. Alto, bien alto, pero tocando el suelo.

Fragilidad, susurra Sting en mis oídos. Y yo miro alrededor. Están cansados, sedientos y algunos (muchos), desconcertados. Hay de todo. Y todo es tan frágil, sí Sting. Somos frágiles. Somos pasajeros. Tan frágiles que me da miedo haberme sentido fuerte y grande aunque sea por un minuto (minuto de madre liberada). Miedo al castigo divino, natural o casuístico. Al que sea. Miedo a la ira de ese invisible en el que ni siquiera creo creer. Miedo a su ofensa y a su revancha contra mis retoños, suaves exhalaciones de vida. Plumas leves y tenues que van sumando cuerpo a su vida y que un día serán tan pesados que me harán liviana, casi invisible; innecesaria y redundante hasta la desaparición. Pasaporte, por favor.

Estoy a punto de despegar rumbo a Lima y a sus brazos tibios. Los de mi marido, que estuvo trabajando allí toda la semana. Voy depilada y lista, con las uñas pintadas. ¡Pícara! me dijo la depiladora. E imagino que visualizó con asco el destino de mi acicalamiento, porque tiene 23 años y un cuerpo joven (tanto el propio como el que le asalta la cama).

Me ajusto el cinturón para el momento que siempre me daba nervios de felicidad. Hoy también siento un nervio, pero un nervio distinto. El avión volará, y yo con él. Volar es peligroso. Es perderse en la libertad del aire y correr el riesgo de caer. Pienso en ellos, pequeños y míos; preciosas raíces que me convocan a la tierra. Asideros para mi vida loca y perdida de ayer, tan obsesionada por andar. Iba donde fuera, como fuera y con quien fuera; cepillo de dientes y calzón limpio, nada más. Tres pertenencias en mis espaldas. Cuantas menos, mejor. Más liviana para volar y llevar mi ser a otros mundos, y mirarme en otro idioma, entre otros rostros, cantando sus canciones, copiando sus estilos, robando sus ideas. Días en que me miraba desde lejos con uno y otro disfraz, como niña que ríe histérica entre probadores y sombreros de fieltro; con una risa profunda, pero ahogada de incertidumbre. ¿Qué habrá más allá? ¿Dónde estará? ¿Cómo será? Buscaba la vida en todos los rincones y volaba cada vez más alto, cada vez más liviana hasta el sombrero más fascinante y el porro más delirado. Flotaba y flotaba, buscando derroteros sin encontrarlos.

Tic, un huevo. Tic, otro huevo. Crac, se abren. Crac, aparecen sus rostros. Crac, son rubicundos y calentitos. Rizos, biberones, balbuceos. Crac, crac, crac. El llanto en medio de la noche y la legaña derretida al verle sonreír en la penumbra. Celestialmente humanos y enormes de vida. Míos. De repente, toda la grandeza existencial late en el pequeño hueco donde me encuentro. ¿Quién puede querer más? ¿Quién desea volar? No por ahora. Déjenme contemplar la vida desde el principio, contarle los dedos, entenderle el pito y la vagina y sus bellísimas diferencias, reconocer en sus celos de niño mis celos de adulta. No quiero ir más lejos. No por ahora. Volar me da miedo.

Pero igual despego y canto moderna con mi MP3.
(continuará)

Aclaración: ya he regresado del viaje. Simplemente transcribo mis diarios.

9.4.07

SIN MAQUILLAJE

El pobre toma la muerte con más naturalidad que el rico.
La muerte le es tan opresivamente cercana como la vida. Porque el pobre es vecino carnal de la vida. La toca, la pechea, la baila, la vomita, la huele, la infecta, la copula de a diez hijos y la camina con várices azules y endurecidas.
La muerte es el fin de esa vida y, como tal, debe ser tocada. Se toca al limpiar las pústulas y las heces. Se toca al perfumar la rigidez del niño con agua de azahar, y al incrustar las uñas en el barro de la fosa fría. No hay paredes mullidas ni acolchados verde agua. No hay enfermeras esterilizadas ni médicos compungidos, ni hay pompas negras de embalsamadores uniformados.
No hay maquillajem mortis que separe la vida de la muerte.
El pobre vive su muerte sin maquillaje. De la misma forma que muere a diario su vida.

4.4.07

¿Compañero de ruta?



A pesar de mi anterior post sobre la interesantísima compañía que le significo a mi propia vida (brote psicótico, dirían los expertos), vengo a solicitarles me ayuden a encontrar un compañero de ruta.

¡No! No es lo que piensan. Al menos por ahora...

Es simplemente que mi yo y mi esencia hemos decidido aceptar el convite efectuado por nuestra otra mitad, y rumbearemos para Machu Pichu la semana próxima.

Dado que la invitación no incluye retoños, lo primero que pienso es que el viaje me dará la inmensa libertad de hacer lo que se me antoje. ¿Y qué es lo que siempre se me antoja? ¡Pues leer! Leer es el peor de mis vicios y por eso, no puedo evitar imaginarme leyendo en el aeropuerto, leyendo en el avión, leyendo en el autobús, leyendo en el hotel, leyendo en la cima de un monumento. Leyendo sin interrupciones, sin sueño ni excusas.

Así me imagino. Sí, aunque parezca ridículo pensar en ir a leer a Machu Pichu, cuando pienso en libertad, pienso en lectura. No obstante ello, existe la posibilidad de que, entre renglón y renglón, dedique tiempo a otras cosas, como admirar las ruinas incas, luchar contra el apunamiento, disfrutar la cultura, sacar conclusiones existenciales y, por qué no, revigorizar mi matrimonio.

Pero bueno, la intención no era hablarles de mi apasionante viaje (no mientas, Laura), sino pedirles recomendaciones bibliográficas. Mi gusto literario se inclina hacia los textos en que la reflexión prevalece sobre el argumento (Muñoz Molina, Bolaño, Lobo Antunes), pero para esta ocasión preferiría una historia ágil que me lleve de la mano. Como ejemplo les cito "La Reina del Sur" de Perez Reverte o "Travesuras de la niña mala" de Vargas Llosa, y estoy segura de que ustedes se encargarán de llenar el resto...

Desde ya, mil gracias.