18.5.07

SIN LEY


Bajo del ómnibus agotada. Peor que eso: desilusionada. Eran 25 niñitos de 7 años. Los llevo a una fiesta de cumpleaños después de la escuela. Además del conductor, soy el único adulto. La única figura de autoridad. La madre del agasajado va en otro ómnibus, con otros 25 niños.

Cierren la ventanilla. Todos sentados, por favor. María, te pedí que te sentaras; no que me sacaras la lengua a escondidas. Pedro, no le pegues así a Manuel ¿estás loco? Francisco y Juan, voy a terminar separándolos. Tomás, cerrá la ventanilla. ¡Ya mismo! Si no la cerrás, no vas a la fiesta. ¿Qué no te importa? Entonces, se lo cuento a tu madre. ¿Qué tampoco te importa?
Mateo, no se dicen malas palabras. Juanjo, no golpees en el techo. ¿Acaso te gustaría que hiciéramos lo mismo en el auto de tu papá? No, no te rías. No es gracioso.
¿Quién me llamó bruja de mierda por aquí? A ver, vos, decime quién fue. ¿No me vas a decir porque tu papá te enseñó a no ser soplona?

Genial.
Callo.
Callo y me pregunto qué hacer frente a una realidad infantil que es fiel espejo de nuestra realidad adulta en Argentina. Violencia, desacato y complicidad silenciosa.

En pocos años, estos niños estarán al mando de una vida sin semáforos rojos, carriles marcados ni límites de velocidad. Porque sus propios padres repudian la ley y no aceptan el límite. Sus padres, hijos de la dictadura venida a menos o de los años noventa-todo-se-puede, se horrorizan ante la idea de decir NO. De decirSE no y de decirLES no.

Mi ser adulto no inspira respeto alguno. No hay autoridad ni ley que valga frente a estos niños que, en su mayoría, pasan el día con niñeras abiertamente desprestigiadas por los propios padres: "negra de mierda” "la mina no es más que una sirvienta”.

Tampoco hay autoridad para los niños cuyos padres se enfrentan a puñetazos con cualquier maestra que osa poner una nota baja en la escuela pública de presupuesto magro y sueldo de hambre. “Ser docente es una labor de riesgo”, dijo una maestra por la radio.

Y para rematarla, no somos soplones. Buchones, en nuestro argot argentino. La tan exaltada lealtad amical argentina está por encima de todo, incluso de la ley y la obediencia al mayor, que tampoco es digno de respeto porque ser mayor no es sinónimo de haberle sacado varios cuerpos al embate de la vida, sino de ostentar la categoría de trapo viejo al que bien le vendría concertar una cita en alguna de las tan atestadas clínicas de cirugía estética de esta ciudad.

Somos una sociedad adolescente. Y, en general, los adolescentes no saben criar hijos.

Algún día maduraremos. Algún día…

8.5.07

Borradores de viaje (última parte)


Mejor te muestro las fotos y acabo de una vez con este viaje que, en realidad, sólo duró cuatro días. ¡Imagínate si me fuera por un mes!

Aquí nos ves en el tren a Machu Pichu. Éstos son unos mochileros israelíes con los que me puse a charlar después de secarme las lágrimas y abrigarme con la manta de Pachita. Hablábamos de igual a igual, de mochilero a mochilero. Sí, claro que yo soy mochilera. Bueno, fui mochilera hace un tiempo. Bueno, hace bastante tiempo. Hace como veinte años, la edad de estos chicos israelíes. Mis supuestos pares, mis “contemporáneos”, que seguramente me verían como a su madre, o la amiga de su madre o la madre de su amigo. Es que, si los jóvenes no me lo recuerdan, yo no me entero de que mi vida envejece. Lo intuyo, es cierto. Lo intuyo cuando los veo reír a carcajadas y sacarse cientos de fotos tontas: una foto durmiendo con sombrero, otra con cara de mono y otra con gesto de modelos sofisticados. El placer de su travesía es la libertad de llevar su cuerpo adondequiera se los dicten las ganas; es no tener que llamar a sus padres para avisar dónde duermen; es ampliar sus horizontes cotidianos. Mi placer, en cambio, es viajar para mirar la vida y robarle su mejor secreto. Es intentar descubrir la salida del laberinto, sabiendo que jamás la encontraré.

Ellos son israelíes y se han tomado un año para recorrer Sudamérica luego de terminar sus tres años obligatorios de servicio militar. Tres años de vida regalados al ejército, hombres y mujeres. ¿Podés creerlo? Cuando les pregunté qué hacían en el ejército, la más lobita de todas –ésta que ves aquí, bautizada el “bombón” por mi marido, qué descaro – me respondió que su tarea era prestar asesoramiento en el uso del armamento. ¡Con veinte años! Qué pueblo tan peculiar. Siempre me ha sorprendido la fuerza de la identidad judía, capaz de traspasar razas, fronteras y milenios.

Pero ése es otro tema.

Esta foto es de Aguas Calientes, el pueblito donde tomamos el ómnibus que nos llevó hasta las increíbles alturas de Machu Pichu. Alto, muy alto. Grande, muy grande. Nubes y más nubes. Aquí estamos: perdidos en el cielo, cerca del sol y la luna, en los templos construidos para ellos. Esta soy yo, con la boca abierta. La boca abierta por falta de aire y por exceso de fascinación. Machu Pichu es un cuadro mágico colgado de la luna, con la fuerza de su historia y el hechizo de los Andes. Cometimos el error de no contratar un guía que nos sumergiera en los detalles jugosos de la vida de los incas. Detalles reales o inventados, qué más da. Nadie sabe el porqué de Machu Pichu: ¿tierra sagrada? ¿tierra de nobles? ¿tierra de cultivo? ¿tierra de descanso? Lo cierto es que el diseño sigue siendo perfecto, a pesar de las 3000 pisadas turísticas que lo invaden a diario. Las rocas aguantan silenciosas el embate.
Almorzamos entre nubes. Sándwich de pollo y chocolate con almendras. Aquí me ves. Con cara de espanto porque, al posar, casi resbalo hacia el precipicio. Odio verme en fotos. Me encuentro cien defectos. Aunque es posible que, en diez años, revise estas fotos y me gusten porque me veía más joven. Lo mismo que me pasa con las fotos de mis 30 que antes detestaba. A medida que pasa el tiempo, uno baja las expectativas y se conforma con respirar.

Éste que ves aquí es un niñito inca que nos saludaba junto al camino cuando descendíamos en ómnibus desde Machu Pichu. Saludaba en quechua y con el traje típico. Saludaba y bajaba desaforadamente entre los pastizales del monte para volver a interceptarnos más abajo y volver a saludarnos. Y así otra vez y otra vez y otra vez, hasta que reconocimos su juego, lo celebramos y esperamos su saludo desde la ventanilla. El indiecito apareció y reapareció en los diversos puntos del descenso hasta que llegó abajo y, con pies descalzos y aullidos incas, siguió corriendo delante de nuestro vehículo, adivinando nuestras miradas absortas en su nuca. Cuando subió al autobús, lo aplaudimos y respondimos complacidos a su pedido de dinero, porque estábamos convencidos de haber atestiguado un espectáculo único e irrepetible. Nosotros, los elegidos del vigoroso indiecito empapado en el orgullo de sus ocho años. ¡Te felicito, indiecito! Y no quiero que Don José Dueño me cuente que son muchos los niños que, como vos, viven de este espectáculo ofrecido diariamente desde hace 20 años en el descenso de Machu Pichu. Sería una más de las bofetadas que este viaje ha asestado a mi soberbia. Pero no la última.

Vamos a Pisac. El taxi se abre paso entre pueblos perdidos, que yo creo muertos sin fiesta de sábado por la noche. Le pregunto al taxista qué hace un joven como él en un sitio como ése los fines de semana. Vamos a la disco o al cine o a un bar, responde. Pues resulta que la montaña tiene cine y los pastores se divierten. Y resulta, también, que no se quedan plantificados junto al camino esperando que pasen los turistas. Hay vida en las montañas, detrás de ellas y más allá. Hay vida donde hay gente, porque el ser humano se las ingenia para satisfacer sus necesidades, sea como sea.

Ésta es una peregrinación a la virgen en uno de los pueblitos que atravesamos. Al taxista le sorprendió mi deseo de fotografiar un hecho tan cotidiano. ¿Por qué el asombro?-pienso. Reflexiono y me doy cuenta. Es como si alguien me pidiera una foto prendiendo el calefón. Tan normal para mí y tan pintoresco para otros.

Esto es Pisac. Pisac, el río Urubama, el mercado, la iglesia y la misa en quechua. Un ambiente trilingüe que reza en quechua, explica en español y negocia en inglés. Take three. Good price. Me encanta el mercado, a pesar del vaho a resudor y falta de higiene. Trajes coloridos, trenzas, niños sonrientes, veinte clases de maíz, sol, manos artesanas, paciencia, humildad y espíritu de guerra. Quisiera quedarme más tiempo, pero no puedo. Saco fotos, todas éstas, muchas, muchas. Testimonios de los mil rincones donde se posaron mis ojos deslumbrados.

Vamos ya. Es hora de partir. Aquí me ves en el aeropuerto con el cuadro que compré. Mi último capricho. Un óleo con la ceremonia de los brujos. Un óleo para mi living. Un pedacito de este mundo para el mío.

Frente de niebla en Buenos Aires, anuncia el piloto por altoparlante. En mi ventana aún brilla el sol del amanecer, un sol radiante sobre el colchón de nubes que en algún momento habremos de atravesar. Uno, dos, tres, ¡ya! Las turbinas robustecen su potencia y nos metemos en la gruesa capa gris y todo es oscuro y todo es espeso y no se ve nada, nada, nada. De repente, demasiado de repente, el golpe seco del aterrizaje me hace despertar del sueño. Se acabó. He caído de las nubes. Las nubes de Machu Pichu.

Somnolienta, contemplo el embotellamiento de la Avenida General Paz en el taxi que me lleva a los brazos contentos de mis hijos. Desde entonces, los brujos incas se han instalado en las paredes de mi casa y celebran socarrones uno más de sus hechizos.